Los pecadores recibirán su castigo

La vida del ser humano es frágil y pasajera, y con frecuencia el carácter y las palabras revelan la condición espiritual del corazón. El carácter transitorio de la vida se manifiesta también en la facilidad con que el hombre habla sin pensar, sin medir las consecuencias de sus palabras. Muchas veces, sin freno ni sabiduría, se pronuncian palabras que hieren, que difaman o que incluso llegan a pecar contra Dios. La lengua es un instrumento poderoso que puede edificar o destruir, bendecir o maldecir, y por eso la Escritura nos exhorta a tener cuidado con lo que decimos. Jesús mismo enseñó que de la abundancia del corazón habla la boca, lo que significa que nuestras palabras son el reflejo de lo que habita dentro de nosotros.

Todo aquel que no tiene freno en su lengua, tarde o temprano recibirá las consecuencias. La falta de control al hablar es señal de inmadurez espiritual y de un corazón que no ha sido completamente rendido a Dios. Santiago 3:6 dice que “la lengua es un fuego, un mundo de maldad”, y advierte que, aunque el hombre ha podido dominar muchas cosas en la naturaleza, no ha podido dominar su propia lengua. Por eso, el creyente debe orar constantemente para que el Espíritu Santo tome control de sus palabras y pensamientos. Si deseamos vivir una vida de justicia, debemos permitir que Dios purifique nuestra boca y nos enseñe a hablar con verdad, amor y prudencia.

El salmista David comprendía esta verdad cuando dijo: “Yo dije: Atenderé a mis caminos, para no pecar con mi lengua; guardaré mi boca con freno.” (Salmo 39:1). Él sabía que las palabras mal dichas pueden ofender al Señor y provocar daño a otros. En el mismo salmo, más adelante declara: “Con castigos por el pecado corriges al hombre, y deshaces como polilla lo más estimado de él; ciertamente vanidad es todo hombre.” (Salmo 39:11). Aquí, David reconoce que Dios usa la corrección para disciplinar y enseñar a Sus hijos, recordándonos que toda arrogancia y descontrol en el hablar son necedades que el Señor reprueba.

Atendamos, pues, al llamado del salmista. Sujetemos nuestras lenguas para no pecar con ellas. Usemos nuestras palabras para bendecir, consolar y edificar. Que en lugar de maldecir, oremos; en lugar de criticar, animemos; y en lugar de mentir, hablemos la verdad con gracia. Recordemos que un día daremos cuenta de toda palabra ociosa que salga de nuestra boca. Por eso, procuremos hablar de manera que nuestras palabras sean agradables a Dios y útiles para los demás. Así viviremos una vida de sabiduría, evitando el pecado, y reflejando el carácter de Cristo en todo lo que decimos. Amén.

El justo es librado de la tribulación
Los soberbios serán consumidos en aquel gran día

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