Hermanos, cuidemos con esmero nuestra salvación, pues no existe un tesoro más grande que este don que Dios nos ha concedido por medio de Jesucristo. No fue obtenida por méritos humanos, ni por obras, sino a través del sacrificio perfecto del Hijo de Dios, quien derramó Su sangre para redimirnos del pecado y darnos vida eterna. Por eso, debemos valorar esta salvación tan preciosa, no descuidarla, ni tomarla a la ligera, porque fue comprada a un alto precio: el precio de la cruz. Cada gota derramada en el Calvario nos recuerda cuán grande es el amor de Dios y cuán responsablemente debemos caminar ante Él.
El apóstol Pablo exhortó a los creyentes de Filipos a ser diligentes y reverentes en su caminar cristiano. No bastaba con haber recibido la salvación; era necesario vivirla, guardarla y hacerla fructificar con humildad, obediencia y temor santo. En un mundo lleno de distracciones y tentaciones, el creyente debe mantenerse enfocado en su relación con Dios, vigilante y comprometido con la santidad. La salvación no es un punto de llegada, sino el inicio de una vida de transformación continua en la que el Espíritu Santo nos guía hacia la madurez espiritual.
Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor.
Filipenses 2:12
La salvación es un regalo, pero también una responsabilidad. No significa que podamos perderla como si dependiera de nuestras fuerzas, sino que debemos mostrar con nuestras acciones que ha sido una obra genuina en nosotros. La fe verdadera produce frutos de justicia, y una vida regenerada se distingue por la obediencia, la fidelidad y el amor a Dios. El creyente no busca ganar la salvación, sino vivir de acuerdo con ella, reflejando el carácter de Cristo en cada área de su vida.
Pablo también señala que esta obediencia no debe depender de la presencia o supervisión de los líderes espirituales, sino del compromiso personal con Dios. “No solo en mi presencia, sino mucho más ahora en mi ausencia”, les dice, recordándoles que la verdadera madurez cristiana se demuestra cuando, aun sin que nadie los vea, siguen firmes, fieles y obedientes. Ese es el corazón de un creyente que se ocupa en su salvación con temor y temblor: servir y vivir para Dios, no por apariencia, sino por convicción.
Queridos hermanos, este llamado sigue siendo actual. En tiempos donde muchos toman la gracia de Dios con ligereza, el Señor nos invita a vivir con integridad y compromiso. No descuidemos nuestra vida espiritual. No dejemos que el pecado, la rutina o el descuido enfríen nuestro amor por Dios. La salvación debe ser cuidada con oración, estudio de la Palabra, obediencia y una fe viva que se exprese en obras de amor. Recordemos que el enemigo busca constantemente apartarnos del camino, pero el que persevera hasta el fin será salvo.
Cuidar nuestra salvación no significa vivir con temor de perderla, sino con gratitud de conservarla. Significa valorar cada día lo que Cristo hizo por nosotros y vivir de manera que Su sacrificio no sea en vano. Él nos salvó para que vivamos en santidad, y nos llama a mantenernos firmes en Su verdad. Como dice Hebreos 2:3: “¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?”. Esa pregunta retumba con fuerza, recordándonos que esta salvación merece toda nuestra atención y dedicación.
Por tanto, hermanos, ocupémonos de nuestra salvación con temor y temblor. Seamos obedientes, fieles, humildes y agradecidos. Perseveremos en la fe, amando a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. No olvidemos que un día daremos cuenta ante el trono de Aquel que nos redimió. Que nuestras vidas sean un testimonio vivo del poder de Su gracia, y que cuando el Señor venga, nos halle firmes, ocupados en Su obra y llenos de fe. Amén.