Yo estaba lejos de Cristo pero ahora estoy a Su lado

Antes de conocer a Cristo nuestro Salvador, vivíamos en completa oscuridad, lejos de la presencia de Dios y dominados por el pecado que gobernaba nuestras vidas. No comprendíamos la grandeza de Su amor ni las promesas eternas que tenía preparadas para quienes le aman. Vivíamos según nuestros deseos carnales, sin rumbo, sin esperanza, y con el corazón vacío. Éramos enemigos de Dios, esclavos de nuestras pasiones y ajenos a la vida espiritual. Pero cuando Cristo llegó a nuestro encuentro, todo cambió: la luz resplandeció en medio de nuestra oscuridad y entendimos lo que significa verdaderamente ser libres.

El pecado nos separaba del Señor, y esa separación era profunda e imposible de resolver por nuestras propias fuerzas. En nuestro estado natural, estábamos muertos espiritualmente. Sin embargo, en Su infinita misericordia, Dios nos miró con amor y envió a Su Hijo Jesucristo para redimirnos y restaurar nuestra comunión con Él. El apóstol Pablo explica esta transformación de manera hermosa en su carta a los Efesios, recordándoles que, antes de Cristo, todos estábamos perdidos y sin esperanza, pero por medio de Su sangre fuimos acercados al trono de la gracia.

12 En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo.

13 Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo.

Efesios 2:12-13

Cuando Pablo habla de estar “sin Cristo”, nos recuerda que el alma humana sin Dios está perdida, vacía y sin propósito. No hay verdadera vida fuera de Cristo. Pero al aceptar Su sacrificio, pasamos de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, del desamparo a la filiación divina. Él nos acercó a través de la cruz, rompiendo el muro de separación que nos alejaba del Padre. Así como un puente une dos orillas separadas, la cruz une al hombre con Dios, restaurando la comunión que el pecado había destruido.

Pablo también resalta la reconciliación entre judíos y gentiles como una muestra del poder unificador del Evangelio. En Cristo ya no hay distinción de pueblo, raza ni nación; todos somos uno en Él. Esta verdad demuestra que el sacrificio de Jesús no fue solo para un grupo específico, sino para toda la humanidad. La gracia de Dios se extiende a todo aquel que cree, sin importar su pasado ni su condición. Ese es el mensaje central de la redención: que el amor de Dios es universal y está al alcance de todos los que lo buscan con corazón sincero.

Ahora que estamos con Cristo, tenemos esperanza. Ya no caminamos en oscuridad, porque Su luz guía nuestros pasos. Él nos rescató de la esclavitud del pecado y nos dio una nueva identidad como hijos de Dios. La sangre derramada en el Calvario nos limpió de toda maldad y nos dio acceso a una herencia celestial incorruptible. Por eso, debemos vivir agradecidos, conscientes del precio que fue pagado por nuestra salvación. Cada día debemos recordar que no fue por obras humanas, sino por la gracia y la misericordia del Señor que fuimos justificados.

El sacrificio de Cristo fue el acto más sublime de amor. Cuando nadie podía salvarnos, Él descendió para reconciliarnos con el Padre. Nos tomó de la mano y nos acercó al lugar de bendición, nos dio un nuevo corazón y una nueva vida. Hoy podemos decir con gozo que somos parte del pueblo de Dios, herederos de Su promesa y partícipes de Su gloria. La separación terminó; el velo se rasgó, y la comunión fue restaurada para siempre.

Por eso, hermanos, no olvidemos de dónde nos sacó el Señor. Vivamos cada día conscientes de Su amor, caminando en santidad y agradecimiento. Recordemos que antes estábamos lejos, sin esperanza y sin dirección, pero ahora somos cercanos, redimidos por la sangre del Cordero. Demos gloria al que nos salvó y mantengámonos firmes en Su camino, sabiendo que la obra que Él comenzó en nosotros la perfeccionará hasta el día de Su regreso. Amén.

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