La carta del apóstol Pablo a los romanos habla claramente acerca de por qué debemos estar tranquilos, y dejar que nuestro Dios haga como Él quiere, y es que muchas de las cosas que pasan en nuestras vidas no dependen de nosotros sino de Dios.
La afirmación anterior nos deja claro sobre lo que puede hacer Dios, a Su tiempo. Las cosas no acontecen cuando nosotros deseamos, acontecen cuando es la voluntad de Dios. Entendamos algo, dependemos de nuestro Dios.
El autor nos da un claro ejemplo cuando dice «A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí», preguntando si esto es una injusticia de Dios, pero nos recuerda lo que dijo Dios a Moisés «Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca» y finalmente dice:
Este pasaje de la carta a los Romanos es uno de los más profundos en cuanto a la soberanía divina. Pablo nos enseña que la salvación, la compasión y la elección provienen solo de Dios. No hay mérito humano, no hay esfuerzo que pueda inclinar la balanza hacia nuestro favor, pues la misericordia del Señor no se gana, se recibe como un regalo inmerecido. Esto nos invita a vivir con humildad, reconociendo que cada bendición que llega a nuestras vidas es fruto del amor y la gracia del Padre celestial.
Muchas veces queremos tener el control de todo lo que nos rodea: nuestras decisiones, nuestros sueños, nuestro futuro. Sin embargo, el apóstol nos recuerda que el poder absoluto pertenece a Dios. A veces no entendemos por qué ciertas cosas suceden o por qué las respuestas tardan en llegar, pero debemos tener la plena confianza de que Dios sabe lo que hace. Él actúa en el momento perfecto y conforme a Su voluntad, que siempre es buena, agradable y perfecta.
La enseñanza principal de este pasaje es que el ser humano no puede forzar la misericordia divina. No depende de quién corre más rápido ni de quién desea más intensamente las cosas, sino del que tiene fe y espera en el Señor. La fe no significa inactividad, sino confianza. Podemos trabajar, planificar y esforzarnos, pero entendiendo que el resultado final está en las manos de Dios. Él abre puertas cuando nadie más puede hacerlo, y cierra otras para protegernos de caminos que no nos convienen.
Por eso, debemos dejar de preocuparnos tanto por lo que no podemos controlar. Si dependemos de la misericordia divina, entonces debemos vivir en paz, sabiendo que Dios tiene cuidado de nosotros. Cuando comprendemos esto, desaparece la ansiedad, el temor y la desesperación, y en su lugar llega la serenidad de confiar en Su plan. Así aprendemos a descansar en Su voluntad, entendiendo que todo lo que sucede tiene un propósito eterno.
El mismo Pablo, en otras cartas, nos recuerda que Dios actúa según Su propósito y que “todas las cosas ayudan a bien a los que aman a Dios” (Romanos 8:28). Esa verdad debe llenar nuestros corazones de esperanza. Si hoy atraviesas pruebas, si sientes que los caminos se cierran o que las fuerzas te faltan, recuerda que no depende de ti, sino del Dios todopoderoso que te sostiene. Su misericordia no tiene fin y Su amor se renueva cada mañana.
Finalmente, que cada día podamos decir con fe: “Señor, haz tu voluntad en mi vida”. Que no sea nuestra fuerza la que determine el rumbo, sino la gracia divina la que nos guíe. Porque al final, todo depende de Él, del Dios que tiene misericordia, y en esa verdad encontramos descanso, esperanza y salvación.