Luego de Su crucifixión y gloriosa resurrección, Jesús dejó a Sus apóstoles un llamado claro y solemne: continuar la buena obra del Señor, predicando el evangelio a toda criatura, sin distinción de raza, cultura o nación. Pero también les advirtió que esa misión traería persecución y sufrimiento por causa de Su Nombre. No obstante, el mismo Cristo prometió estar con ellos todos los días hasta el fin del mundo, fortaleciendo sus corazones para que la fe no desmayara frente a las pruebas.
Conforme el evangelio comenzó a expandirse y muchos gentiles (no judíos) abrazaron la fe en Jesús, surgió una controversia dentro del pueblo creyente. Algunos insistían en que era necesario guardar las leyes ceremoniales de Moisés —como la circuncisión— para alcanzar la salvación. Esta enseñanza generó división y confusión, pues ponía en duda la suficiencia de la obra redentora de Cristo. Fue entonces cuando el apóstol Pedro, lleno del Espíritu Santo, se levantó con autoridad para afirmar una de las verdades más gloriosas del cristianismo: la salvación no depende de rituales humanos, sino de la gracia del Señor Jesús.
Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos.
Hechos 15:11
Los judíos querían imponer sobre los nuevos creyentes cargas que ni ellos mismos podían soportar. Pero Pablo y Bernabé testificaron cómo el Espíritu Santo obraba poderosamente entre los gentiles, confirmando que Dios no hacía acepción de personas. Así, la Iglesia primitiva entendió que el evangelio no era un conjunto de ritos, sino una experiencia viva de fe, arrepentimiento y transformación por la gracia. La obra de Cristo en la cruz fue completa: no necesita añadiduras humanas, ni sacrificios, ni leyes ceremoniales. Somos salvos solo por gracia, a través de la fe.
Sin embargo, esta verdad no debe ser malinterpretada. El hecho de que la salvación no dependa de nuestras obras no significa que podamos vivir en desobediencia. La gracia de Dios no es una licencia para pecar, sino una fuerza que nos impulsa a vivir en santidad. Cuando comprendemos lo que Cristo hizo por nosotros, el amor y la gratitud que sentimos nos llevan naturalmente a obedecerle. La verdadera fe se demuestra en una vida transformada. Como dijo Santiago, la fe sin obras está muerta; por lo tanto, quien realmente ha recibido la gracia de Dios reflejará esa transformación en su conducta.
Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias: que os abstengáis de lo sacrificado a ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación; de las cuales cosas si os guardareis, bien haréis. Pasadlo bien.
Hechos 15:28-29
Estas recomendaciones, dadas por los apóstoles y el Espíritu Santo, no eran nuevas leyes, sino principios de vida santa. Se exhortaba a los creyentes a apartarse de la idolatría, a respetar la vida, y a mantener pureza moral. En otras palabras, se les recordaba que la fe genuina produce frutos visibles de obediencia y amor. La gracia no anula la ley moral de Dios; la cumple, porque el Espíritu Santo escribe ahora esa ley en nuestros corazones.
Querido lector, ¿quieres ser salvo por Su gracia? No busques en tus obras o méritos personales, porque ninguno de nosotros es capaz de alcanzar la perfección por sí mismo. Cree en el Señor Jesucristo, arrepiéntete de tus pecados y recibe el regalo de la vida eterna. Pero no te detengas ahí: camina cada día bajo Su voluntad, dejando que Su Espíritu te guíe y te moldee. La gracia que te salvó es la misma que te sostendrá, te corregirá y te llevará hasta el final del camino. En Cristo somos libres, perdonados y llamados a vivir una vida que glorifique a nuestro Salvador. Somos salvos por gracia, y esa gracia nos enseña a vivir para Él.