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Esto no debe ser así

De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así

Como hermanos en la fe, que hemos sido llamados por la gracia de nuestro Señor y recibidos bajo Su cuidado, debemos esforzarnos cada día por reflejar Su carácter en nuestras palabras y acciones. Una de las formas más evidentes de hacerlo es manteniendo nuestras lenguas sujetas, pues de lo contrario podemos ofender, dividir o herir a otros sin darnos cuenta. Dios nos ha dado el don de hablar, pero también la responsabilidad de usar nuestras palabras con sabiduría, para edificar y no destruir.

La lengua es un miembro pequeño del cuerpo, pero tiene un poder enorme. Santiago, en su carta, la compara con un fuego que puede incendiar un gran bosque. Con ella podemos bendecir, pero también maldecir; podemos levantar o derribar. Por eso, como creyentes debemos tener dominio propio y pedir al Espíritu Santo que nos ayude a controlar lo que decimos. Una sola palabra dicha con ira o descuido puede marcar el corazón de alguien para siempre. En cambio, una palabra de ánimo puede sanar, restaurar y fortalecer la fe de quien la escucha.

El apóstol Santiago nos advierte claramente sobre este tema:

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De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así.

Santiago 3:10

Estas palabras son un llamado urgente a la reflexión. No es coherente que un hijo de Dios use su boca para alabar al Señor y, al mismo tiempo, para herir a su prójimo. La lengua de un creyente debe ser instrumento de bendición, no de contienda. Si realmente somos del Señor, debemos procurar que nuestras palabras estén llenas de gracia, que edifiquen y transmitan amor. El corazón regenerado por el Espíritu Santo debe producir palabras puras, porque “de la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34).

Debemos aprender a pensar antes de hablar, a medir nuestras expresiones y a preguntarnos si lo que vamos a decir glorifica a Dios o si puede ser tropiezo para alguien. Una lengua que bendice es aquella que proclama la verdad, que consuela al afligido, que enseña con amor y que ora por los demás. Por el contrario, una lengua sin control siembra discordia, murmura, juzga y destruye relaciones. Por eso Proverbios 18:21 nos recuerda: “La muerte y la vida están en poder de la lengua”. Es decir, cada palabra que pronunciamos tiene consecuencias espirituales.

La buena noticia es que, a través de Cristo, podemos someter incluso nuestra lengua al dominio del Espíritu Santo. Cuando caminamos en comunión con Dios, nuestras palabras se alinean con Su voluntad. En lugar de responder con enojo, aprendemos a responder con mansedumbre; en lugar de criticar, elegimos edificar. Esto no solo agrada a Dios, sino que también trae paz a nuestras vidas y a los que nos rodean. Ser prudentes con lo que decimos demuestra madurez espiritual y un corazón verdaderamente transformado.

Así que, querido hermano, no te dejes engañar por este miembro tan pequeño. Sé consciente del poder que hay en tus palabras. Antes de hablar, pide a Dios que te dé sabiduría para decir lo correcto, en el momento correcto y con el tono correcto. Recuerda que representas a Cristo, y que tus palabras pueden ser testimonio de Su amor o causa de tropiezo. Procuremos que cada palabra que salga de nuestra boca sea como “manzanas de oro con figuras de plata” (Proverbios 25:11): valiosa, oportuna y llena de gracia.

Que nuestras lenguas sean instrumentos de bendición, que hablen paz donde hay conflicto, que lleven esperanza donde hay desánimo, y que proclamen la grandeza del Señor en todo tiempo. Si en algún momento hemos fallado con nuestras palabras, pidamos perdón a Dios y a quienes hayamos ofendido, y aprendamos de nuevo a hablar con amor y prudencia. Usemos nuestra voz para glorificar a Dios y edificar a nuestro prójimo, porque en ello se refleja el carácter de Cristo en nuestras vidas.

No confíes en nadie
Tu Padre celestial sabe esto de ti
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