Como siervos del Señor, debemos tener siempre presente que el camino del cristiano se edifica sobre la humildad. Nada hay más valioso a los ojos de Dios que un corazón que reconoce su dependencia de Él. La verdadera grandeza no se encuentra en la autosuficiencia ni en la soberbia, sino en la entrega y en la sumisión al Creador. Humillarnos delante de Dios no significa degradarnos, sino reconocer quién es Él y quiénes somos nosotros: criaturas necesitadas de Su gracia. El orgullo levanta muros entre el hombre y Dios, pero la humildad abre puertas a la bendición y a la comunión con el Padre.
El creyente debe recordar que todo lo que tiene, todo lo que logra y todo lo que es, proviene del Señor. Cuando comprendemos esto, el corazón se llena de gratitud y desaparece la arrogancia. El apóstol Pedro nos exhorta claramente a humillarnos bajo la poderosa mano de Dios, porque esa es la actitud que precede a la exaltación divina. Dios resiste al soberbio, pero da gracia al humilde. La altivez cierra las puertas del cielo, pero la humildad abre el corazón de Dios.
Muchas veces el ser humano busca reconocimiento y quiere ser exaltado antes de tiempo. Sin embargo, el creyente maduro aprende a esperar en el Señor. El momento de ser exaltados por Dios llegará, porque Él conoce los tiempos y las intenciones del corazón. Dios no exalta a quien busca su propia gloria, sino a quien busca glorificarle a Él en todo. La exaltación que viene del hombre es pasajera, pero la que viene de Dios es eterna. Por eso debemos confiar en Su soberanía y someternos con humildad a Su voluntad perfecta.
La humildad no es debilidad; es fuerza bajo control, sabiduría que reconoce sus límites y fe que descansa en el poder de Dios. Cuando aprendemos a vivir bajo la poderosa mano del Señor, dejamos de luchar con nuestras propias fuerzas y comenzamos a confiar en la dirección divina. Ese sometimiento produce paz, paciencia y esperanza, porque sabemos que, aunque no entendamos todo lo que sucede, Dios tiene el control de nuestra vida. Él sabe cuándo abrir puertas, cuándo cerrarlas y cuándo levantarnos para Su gloria.
Querido hermano, si anhelas que Dios te exalte, no busques los aplausos del mundo. Más bien, busca estar en el centro de Su voluntad. Aprende a servir en lo oculto, a perdonar sin ser reconocido, a amar sin esperar recompensa. En esos actos sencillos y silenciosos de obediencia, Dios ve el corazón y prepara el terreno para levantarte a Su tiempo. Cuando el Señor decide exaltar a alguien, nadie puede impedirlo, y cuando Él permite que pasemos por pruebas, lo hace para moldear nuestro carácter y hacernos más semejantes a Cristo.
La exaltación de Dios no se trata de fama ni de poder terrenal, sino de una elevación espiritual: una comunión más profunda con Él, una madurez que nos permite ser instrumentos de Su gloria. Por eso, si ahora estás en un proceso difícil, no te desesperes. Humíllate bajo Su mano poderosa y confía en que Su propósito se cumplirá. Él no se olvida de los que le buscan con sinceridad. Cuando llegue el tiempo, Dios mismo te levantará, te dará honra delante de los hombres y usará tu vida como testimonio de Su fidelidad.
Así que, amigo, seamos siempre humildes. Acerquémonos a Dios no con exigencias, sino con corazones rendidos, diciendo: “Señor, hágase Tu voluntad y no la mía.” Caminemos bajo Su dirección y esperemos en silencio el momento de Su intervención. Porque cuando Dios exalta, lo hace de manera perfecta y en el tiempo preciso. Mantengamos la fe, la paciencia y la humildad, y veremos la gloria del Señor manifestarse en nuestras vidas. Amén.