Se debe sentir como el más alto y sublime de todos los privilegios que se diga de nosotros: “Dios os haya escogido desde el principio para salvación.” Ninguna verdad es más gloriosa ni más consoladora que saber que el Dios eterno fijó Su mirada en nosotros antes de que existiera el mundo, antes de que naciéramos o hiciéramos bien o mal. Es un misterio profundo, pero también una muestra inmensa del amor soberano de Dios, quien decidió redimirnos por pura gracia y no por méritos humanos. Pensar que el Creador del universo nos conoció, nos amó y nos escogió para ser Suyos, debe producir en nuestro corazón una reverencia santa y una gratitud inquebrantable.
El apóstol Pablo escribe a los creyentes de Tesalónica con palabras llenas de gozo y agradecimiento. Él reconoce que la salvación no es un accidente, ni un resultado del esfuerzo humano, sino una obra planificada y ejecutada por Dios mismo desde la eternidad. Es por eso que dice con firmeza:
Pero nosotros debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad.
2 Tesalonicenses 2:13
Este versículo contiene tres verdades maravillosas. Primero, la elección divina: “Dios os haya escogido desde el principio.” Segundo, el propósito de esa elección: “para salvación.” Y tercero, el medio por el cual esa salvación se manifiesta: “mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad.” Es decir, la salvación no solo implica ser perdonados, sino ser transformados por el poder del Espíritu Santo para vivir vidas santas y consagradas al Señor. La fe no es el inicio y el fin del proceso; es el instrumento que nos conecta con la obra redentora de Cristo y nos impulsa a perseverar en santidad.
Dios nos escogió desde antes de la creación del mundo, y esto no debe generar orgullo, sino humildad profunda. No hay mérito alguno en nosotros que haya motivado a Dios a elegirnos. Lo hizo por amor, porque quiso manifestar Su gracia y Su gloria en vasos de misericordia. El corazón humano, inclinado naturalmente al pecado, jamás podría buscar a Dios por sí mismo, pero Él, en Su infinita compasión, nos llamó de las tinieblas a Su luz admirable. Esa elección es un acto de amor eterno, un decreto divino que garantiza que nada podrá separarnos del amor de Cristo.
El apóstol Juan nos recuerda que “nosotros le amamos a Él porque Él nos amó primero.” Ese amor eterno se manifestó plenamente en la cruz. Allí, Jesús, el Hijo unigénito de Dios, murió por los escogidos, derramando Su sangre preciosa para reconciliarnos con el Padre. No hay mayor prueba de amor que esa: que el Creador se hiciera hombre para salvar a Sus criaturas rebeldes. Cada vez que recordamos esta verdad, nuestro corazón debe estremecerse de gratitud y compromiso. Ser escogidos no es un privilegio para gloriarnos, sino una responsabilidad santa para vivir conforme a la voluntad de Dios.
Oh querido lector, si has creído en Cristo, es porque el Espíritu Santo ha obrado en ti. Él te ha convencido de pecado, te ha llevado al arrepentimiento y te ha sellado con la promesa de salvación eterna. Por eso, Pablo dice que la elección se manifiesta “mediante la santificación por el Espíritu.” El Espíritu Santo no solo nos convence, sino que también nos limpia, nos transforma y nos capacita para vivir de una manera que glorifique a Dios. La verdadera evidencia de que hemos sido escogidos no está en las palabras que decimos, sino en la vida que vivimos, en el deseo constante de parecernos más a Cristo.
Esta elección divina debe motivarnos a una vida de gratitud y obediencia. No hemos sido escogidos para la pasividad, sino para la acción; no para el orgullo, sino para el servicio. Somos llamados a reflejar el carácter de Cristo en nuestras palabras, pensamientos y acciones. El creyente que comprende la grandeza de esta verdad no puede permanecer indiferente; su corazón arde de amor por el Dios que le salvó, y su mayor anhelo es agradarle en todo.
Así que, amado hermano, recuerda siempre esta verdad: Dios te escogió desde el principio. Antes de que el mundo existiera, ya tu nombre estaba escrito en el libro de la vida del Cordero. Esa elección no depende de tus obras, sino del propósito eterno de Dios. Y si Él te escogió, también te sostendrá, te santificará y te llevará hasta el final. Que esta certeza produzca en ti una fe firme, una adoración sincera y una vida consagrada al Señor. Vive cada día con la convicción de que fuiste amado desde la eternidad y que ese amor te llama a vivir en santidad, hasta el día en que veas cara a cara al Dios que te eligió para salvación.