Si queremos habitar en la casa de Dios, debemos hacerlo con entrega total, con un corazón lleno de pasión y reverencia. No se trata solo de asistir físicamente, sino de acudir con un deseo ardiente de encontrarnos con Su presencia. La verdadera adoración comienza en el interior, cuando el alma anhela profundamente estar cerca del Creador. Para aquel que sirve al Señor con sinceridad, el deseo de estar en Su casa no nace por obligación, sino de una voluntad encendida que brota del amor hacia Dios.
Ese deseo debe mantenerse vivo, constante, como una llama que nunca se apaga. Aunque pasen los años, debemos procurar que el fervor por adorar al Señor no se enfríe. En medio de las dificultades o de la rutina de la vida, el creyente debe recordar que su fortaleza espiritual se renueva en la casa de Dios. Es allí donde el alma encuentra descanso, donde las cargas son aliviadas y la esperanza renace. Por eso, debemos orar cada día para que el Señor mantenga encendido en nosotros ese deseo santo de servirle, de estar en comunión con Él y de vivir bajo Su presencia gloriosa.
Entrar en la casa de Dios no es un acto cualquiera; es un privilegio. Debemos hacerlo con gratitud, con gozo en el corazón y con cánticos de alabanza. El salmista nos enseña que el templo del Señor no es solo un lugar físico, sino un espacio de encuentro entre el alma y el Dios vivo. Cuando nos acercamos con humildad y adoración, experimentamos Su poder transformador. Nuestro corazón se llena de paz, nuestras fuerzas se renuevan y nuestra fe se fortalece. No hay nada comparable con estar en Su presencia, donde Su Espíritu se mueve con libertad y donde Su amor nos envuelve por completo.
El salmo 84 es una de las expresiones más bellas de ese anhelo espiritual. El escritor, conmovido por la presencia divina, declaró con emoción:
Anhela mi alma, y aun ardientemente desea los atrios de Jehová;
Mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo.Salmos 84:2
Estas palabras nos muestran que el deseo del creyente por la casa de Dios debe ser intenso y sincero. El salmista no hablaba de un simple gusto por el templo, sino de un anhelo profundo que envolvía todo su ser: su alma, su corazón y su carne. En otras palabras, todo su ser vibraba con el deseo de estar cerca de Dios. Cuando alguien ha experimentado la presencia del Señor, entiende que no hay otro lugar más seguro, más hermoso ni más reconfortante que estar en Sus atrios. Allí el alma canta, el espíritu se fortalece y el corazón se llena de gozo.
Podemos cada día renovar ese anhelo. Levantarnos cada mañana y decir: “Señor, anhelo estar en Tu casa, deseo adorarte con todo mi ser.” Al hacerlo, no solo fortalecemos nuestra relación con Él, sino que también cultivamos una actitud de gratitud y dependencia. La casa del Señor no es únicamente el templo físico donde nos congregamos, sino también el lugar espiritual donde nos encontramos con Él en oración y comunión. Allí, en ese encuentro íntimo, nuestro corazón aprende a latir al compás del corazón de Dios.
El salmista también entendía que los atrios del Señor son símbolo de Su presencia. Estar en ellos representa vivir bajo la cobertura de Su gloria, experimentando la plenitud de Su amor. Por eso, debemos acercarnos a Su casa con reverencia, sabiendo que allí no vamos a cumplir un ritual, sino a rendir nuestro corazón al Rey de reyes. Cuando cantamos, oramos y meditamos en Su Palabra, nuestro espíritu se eleva y el cielo toca la tierra. Así el alma se renueva y encuentra propósito para seguir caminando en fe.
Como hijos de Dios, debemos mantener ese deseo ardiente por estar siempre en Sus atrios, sirviéndole con alegría. No debemos dejar que el cansancio, las distracciones o los problemas apaguen el fuego del amor por Su presencia. Cada momento en Su casa es una oportunidad para crecer espiritualmente, para recibir instrucción y para ser fortalecidos. La comunión con los hermanos, el canto congregacional y la enseñanza de la Palabra nos edifican y nos ayudan a perseverar en la fe. Por eso, cuando el corazón del creyente late con amor por la casa del Señor, su vida se llena de gozo y propósito.
No te quedes quieto ni apático. Permite que ese deseo por estar en la casa de Dios se mantenga encendido en ti. Corre a Sus atrios con alegría, levanta tus manos y adora con todo tu ser. Agradece al Señor por permitirte acercarte a Él, por darte la oportunidad de servirle y de experimentar Su presencia gloriosa. Que tu alma y tu carne canten al Dios vivo, que tu corazón arda de pasión por estar con Él, y que nunca falte en ti ese anhelo santo de habitar en la casa del Altísimo, porque allí hay plenitud de gozo y delicias para siempre. Amén.