Hacer justicia y actuar conforme a la justicia divina de Dios es una de las virtudes más elevadas que un creyente puede practicar. La justicia de Dios no se basa en apariencias ni en favoritismos humanos, sino en la verdad, la rectitud y el amor. Cuando vivimos buscando agradar al Señor con nuestras acciones, demostramos que Su Palabra habita en nosotros. Todo aquel que camina en integridad refleja el carácter de Cristo, porque la justicia es una manifestación directa de la santidad de Dios. Por el contrario, quien actúa con injusticia o maldad, inevitablemente enfrentará las consecuencias de sus obras, ya que el Señor es justo y pagará a cada uno según lo que haya hecho.
Nuestro Dios, que está en los cielos, observa cada detalle de nuestra vida. Él ve no solo lo que hacemos, sino también lo que pensamos y sentimos. Nada está oculto ante Sus ojos, porque Su sabiduría es perfecta y Su poder es infinito. Cada decisión, cada palabra, cada acción tiene un peso delante de Él. Por eso, debemos ser cuidadosos en nuestro proceder, no solo cuando otros nos observan, sino especialmente en lo secreto, donde solo Dios ve. El Señor se agrada de aquellos que practican la justicia aun cuando hacerlo les cueste, porque eso demuestra una fe genuina y un corazón transformado por Su Espíritu.
La vida misma nos enseña que todo lo que el hombre siembra, eso también cosechará. Si sembramos justicia, cosecharemos paz; pero si sembramos injusticia, recogeremos dolor. Es un principio divino que no falla. No podemos actuar mal y esperar resultados buenos, porque Dios no puede ser burlado. Cada paso que damos debe estar guiado por la prudencia y la obediencia a la Palabra, recordando siempre que la justicia humana puede fallar, pero la justicia de Dios es perfecta y eterna. En este mundo donde la corrupción y la desigualdad abundan, el creyente está llamado a ser diferente, a ser un testimonio vivo de equidad, verdad y rectitud.
Más el que hace injusticia, recibirá la injusticia que hiciere, porque no hay acepción de personas.
Colosenses 3:25
El apóstol Pablo, en su carta a los colosenses, deja clara esta advertencia inspirada por el Espíritu Santo. Dios no muestra favoritismo; Él no hace acepción de personas. No importa el estatus social, la riqueza, el poder o la posición que tengamos. En el día del juicio, todos compareceremos ante el mismo trono, y cada uno será juzgado conforme a sus obras. Los títulos y reconocimientos humanos no tendrán valor alguno delante de Aquel que escudriña los corazones. Lo único que contará será si vivimos conforme a Su justicia y si fuimos fieles a Su palabra.
Por eso, hermanos, no debemos engañarnos pensando que podemos obrar mal y escapar del juicio de Dios. Él no puede ser sobornado ni engañado, porque es un juez incorruptible y santo. Debemos vivir con un corazón limpio, haciendo el bien no por obligación, sino por amor al Señor que nos salvó. Practicar la justicia es un acto de adoración, una forma de demostrar gratitud por la gracia que hemos recibido. Cuando actuamos rectamente, reflejamos la imagen de nuestro Padre celestial, quien ama la equidad y aborrece la mentira y la opresión.
Recordemos también que, en el gran día del juicio final, todos seremos medidos con la misma vara. Los que caminaron conforme a la verdad y se esforzaron por hacer la voluntad de Dios serán puestos a Su derecha, junto con las ovejas del Buen Pastor. Pero aquellos que vivieron en desobediencia y practicaron la injusticia serán apartados. No habrá excusas, ni justificaciones humanas; solo pesará lo que hicimos con la vida y las oportunidades que Dios nos dio. Por eso, es sabio andar en justicia, no solo por temor al juicio, sino por amor a Aquel que nos llamó a vivir en santidad.
Todos somos iguales delante del Señor, y Su deseo es que cada uno de Sus hijos camine en verdad y justicia. Que nuestras acciones reflejen Su carácter y que, en todo momento, busquemos agradarle. Vivir con justicia no es fácil en un mundo injusto, pero con la ayuda del Espíritu Santo podemos mantenernos firmes. Así, en aquel gran día, cuando estemos delante del trono, el Señor nos dirá: “Bien, buen siervo y fiel; entra en el gozo de tu Señor”. Que esa sea nuestra meta y nuestro anhelo diario: vivir de tal manera que la justicia divina se manifieste a través de nosotros. Amén.