Cada cual morirá por su propia maldad

Es bueno conocer que el propósito de Dios es restaurar, sanar y hacer que todo florezca nuevamente. Desde el principio de los tiempos, la voluntad de nuestro Creador ha sido traer vida donde hay muerte, luz donde hay oscuridad y esperanza donde reina el desaliento. Nuestro Dios tiene el control absoluto de todas las cosas: nada escapa de Su soberanía, y todo lo que sucede, incluso lo que no comprendemos, está dentro de Su plan perfecto. Aun cuando el ser humano se aparta de Sus caminos, el Señor sigue obrando con paciencia y misericordia, buscando restaurar el corazón de los que ama.

En cuanto al pueblo de Israel, aquel pueblo que había sido librado milagrosamente de la esclavitud de Egipto, podemos ver claramente la fidelidad de Dios. Él los sacó con mano poderosa, abrió el mar Rojo, los alimentó en el desierto y les dio una tierra prometida. Sin embargo, la libertad no significaba hacer su propia voluntad, sino caminar en obediencia. Dios les entregó leyes y estatutos para que vivieran conforme a Su justicia, para que fueran un testimonio vivo ante las demás naciones. Lamentablemente, muchas veces el pueblo se apartó, olvidando las bendiciones recibidas y volviendo a prácticas que ofendían a su Señor.

Dios, en Su infinita gracia, levantó hombres y mujeres con un corazón sensible a Su voz: profetas que hablaron en Su nombre, recordando al pueblo sus compromisos con el Pacto divino. Uno de esos siervos fue Jeremías, quien fue escogido desde el vientre de su madre. Jeremías fue un profeta del llanto y de la esperanza. Aunque sus mensajes eran duros y llenos de advertencias, también transmitían el deseo de Dios de que el pueblo se volviera a Él. Sus sueños, visiones y palabras no eran de condena sin propósito, sino de corrección y restauración. Dios siempre advierte antes de actuar, porque Su deseo es que nadie perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento.

En una de sus profecías, Jeremías recibe del Señor este mensaje contundente:

sino que cada cual morirá por su propia maldad; los dientes de todo hombre que comiere las uvas agrias, tendrán la dentera.

Jeremías 31:30

Este versículo contiene una enseñanza profunda: la responsabilidad personal. En tiempos antiguos, el pueblo solía repetir un proverbio que decía que los hijos sufrían por los pecados de los padres. Pero Dios deja claro que cada persona será responsable de sus propias acciones. Nadie podrá justificarse ante el Señor culpando a otro. El juicio y la recompensa de Dios serán justos y personales. Esto nos recuerda que, aunque los líderes espirituales, pastores o maestros pueden guiarnos, cada creyente debe cuidar su propia relación con el Señor. La salvación no es colectiva, sino individual. No debemos apartarnos de los caminos de Dios por los errores de otros, sino mantenernos firmes en la fe.

Nuestro comportamiento tiene consecuencias. El pecado siempre produce muerte espiritual y separación de Dios, mientras que la obediencia trae vida y bendición. Muchas veces el pueblo de Israel se rebeló y, por la gran misericordia del Señor, no fue destruido completamente. Sin embargo, Dios permitió que enfrentaran las consecuencias de su desobediencia para que comprendieran la gravedad de apartarse de Él. Jeremías les recordaba constantemente que el castigo no era el fin, sino una oportunidad para arrepentirse y volver al camino correcto.

En la actualidad, este mensaje sigue siendo tan relevante como en los días de Jeremías. Vivimos en tiempos donde muchos justifican sus malas acciones echando la culpa a otros o a las circunstancias. Pero Dios nos llama a mirar hacia dentro, a examinar nuestros corazones y a rendir cuentas por nuestras propias decisiones. No podemos esconder nuestras faltas detrás de excusas; debemos buscar la restauración que solo proviene del arrepentimiento genuino. Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad.

Tomemos, pues, esta advertencia con seriedad y humildad. Esforcémonos por vivir conforme a los mandamientos del Señor, siendo fieles y obedientes en todo tiempo. Recordemos que Dios no busca destruirnos, sino restaurarnos y hacernos florecer como un jardín bien cuidado. Cada paso de obediencia que damos fortalece nuestra comunión con Él. No miremos las fallas de los demás; miremos a Cristo, nuestro ejemplo perfecto. Y si caemos, volvamos al Señor con un corazón sincero, sabiendo que Su amor siempre está dispuesto a levantarnos. Que nuestro comportamiento glorifique a Dios y refleje la luz de Su gracia en un mundo que necesita ser restaurado. Amén.

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