Todo aquel que sigue esta carrera espiritual y anda bajo el Camino del Señor debe apartarse de toda maldad, de todo aquello que desagrada a Dios. Vivir en santidad no es una opción para el creyente, sino una obligación que refleja nuestra comunión con Cristo. Ser discípulo del Señor implica dejar atrás las obras de la carne, el pecado oculto y las actitudes que contaminan el alma. Dios demanda un pueblo limpio, separado del mundo y dispuesto a obedecer Su Palabra. Cada paso que damos debe mostrar nuestra decisión de vivir conforme a Su voluntad, porque quien realmente conoce a Dios anhela agradarle en todo.
El Señor demanda esto: que actuemos conforme a Sus pensamientos y no según los nuestros. El corazón humano tiende al mal, pero el Espíritu Santo nos capacita para vencer las pasiones y los deseos que nos alejan de Dios. Las personas que practican la iniquidad, es decir, que viven en desobediencia continua sin arrepentimiento, no podrán ver el rostro del Señor. La Biblia es clara al decir que sin santidad nadie verá a Dios (Hebreos 12:14). Por eso, si deseamos ser reconocidos por Él, debemos vivir firmes y correctamente, manteniendo una conducta íntegra delante del Altísimo.
La Escritura nos recuerda una gran verdad que da esperanza y también advertencia a los creyentes:
Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo.
2 Timoteo 2:19
Este versículo es una declaración poderosa. Nos enseña que, aunque haya confusión, falsos maestros y doctrinas erradas, el fundamento de Dios permanece inmutable. La fe cristiana no depende de los hombres ni de las circunstancias, sino de Cristo, la roca eterna sobre la cual está edificada la Iglesia. El sello divino tiene dos partes: primero, que el Señor conoce a los que son suyos, y segundo, que quienes pertenecen a Cristo deben apartarse del pecado. No basta con confesar el nombre de Jesús; es necesario vivir de una manera coherente con esa confesión. Quien invoca el nombre del Señor debe demostrarlo con una vida transformada.
Pablo le escribió estas palabras a Timoteo en tiempos donde muchos se desviaban de la verdad. Entre ellos estaban Himeneo y Fileto, hombres que habían tergiversado la doctrina, enseñando que la resurrección ya había ocurrido. Estas falsas enseñanzas confundían a muchos y debilitaban la fe de los creyentes. Hoy ocurre algo similar: hay voces y corrientes modernas que distorsionan el Evangelio, promoviendo mensajes centrados en el hombre y no en Cristo. Por eso, debemos escudriñar la Escritura, pedir discernimiento al Espíritu Santo y apartarnos de todo maestro o influencia que no glorifique al Señor. La fidelidad a la verdad bíblica es la mejor defensa contra el error.
No debemos olvidar que el fundamento del Señor está firme. Nada ni nadie puede derribarlo. Aunque vengan ataques, críticas, pruebas o persecuciones, la Palabra de Dios permanece para siempre. Jesús prometió que las puertas del infierno no prevalecerían contra Su Iglesia (Mateo 16:18). Esa promesa sigue vigente. Las dificultades pueden sacudirnos, pero no destruirnos, porque nuestra fe está cimentada en Cristo, no en las circunstancias. Él mismo nos sostiene con Su poder, nos fortalece en la debilidad y nos enseña a resistir con valentía.
Muchos, lamentablemente, abandonarán el camino. Las pruebas, las falsas doctrinas o los placeres del mundo harán tropezar a algunos. Pero también habrá quienes, fortalecidos por la gracia, permanecerán firmes sobre el fundamento de Dios. Es a estos a quienes el Señor reconocerá como suyos. La perseverancia es una evidencia de la fe genuina. Por eso, el consejo de Pablo sigue vigente hoy: no nos detengamos, no retrocedamos, mantengamos la mirada fija en Cristo. Él es el autor y consumador de nuestra fe, y solo en Él encontramos la fuerza para seguir adelante.
Hermanos, sigamos corriendo esta carrera con determinación. Las luchas y pruebas no son señales de derrota, sino oportunidades para crecer espiritualmente y fortalecer nuestra confianza en el Señor. Cada batalla que enfrentamos nos prepara para ver la gloria de Dios manifestada en nuestras vidas. Mantengamos firme la esperanza, cuidemos nuestra doctrina y vivamos en santidad, sabiendo que el Señor conoce a los suyos y no abandona a los que le son fieles. Que nuestra fe permanezca inquebrantable, y que cada día podamos decir con convicción: “Estoy firme sobre el fundamento de mi Dios.” Amén.