Dios es nuestra salvación, y a Él debemos esperar, honrar y obedecer en todo momento. De Su mano viene nuestro cuidado y nuestra protección; de Su trono celestial procede la ayuda que sostiene nuestras vidas. No hay refugio más seguro que la presencia de Dios, ni esperanza más firme que Su promesa de salvación. En medio de las pruebas, los creyentes hallan consuelo al recordar que el Señor nunca abandona a los suyos. Él es nuestro escudo, nuestro amparo, nuestra fortaleza y nuestro Salvador eterno.
Cuando clamamos a Dios con un corazón sincero, Él nos escucha. No hay oración que suba al cielo en vano, ni súplica que quede sin respuesta en Su tiempo perfecto. A veces, el silencio de Dios no es ausencia, sino una manera de enseñarnos a confiar más profundamente en Su voluntad. Su oído está atento al clamor de los humildes, y Su brazo no se ha acortado para salvar. El Señor bendice, guarda y cubre a quienes esperan en Él, porque Su fidelidad es inquebrantable. Por eso el profeta pudo decir con certeza: “El Dios mío me oirá.” Esa es la seguridad del creyente: que aunque todo parezca desmoronarse, Dios sigue escuchando y obrando a favor de los que le aman.
Esto es lo mejor que los seres humanos podemos hacer: levantar nuestra mirada al cielo y confiar plenamente en nuestro Dios. No hay sabiduría humana ni fuerza terrenal que pueda compararse con el poder de nuestro grande y fuerte Salvador. En los momentos de desesperanza, el llamado es a mirar hacia arriba, hacia el trono de la gracia donde habita Aquel que tiene control de todas las cosas. La salvación no está en los hombres, ni en los gobiernos, ni en las riquezas, sino en el Dios eterno que reina sobre toda la creación.
Mas yo a Jehová miraré, esperaré al Dios de mi salvación; el Dios mío me oirá.
Miqueas 7:7
Estas palabras del profeta Miqueas encierran una verdad profunda: nuestra confianza debe estar puesta únicamente en Dios. El ser humano puede fallar, los amigos pueden abandonarnos, las circunstancias pueden cambiar, pero Dios permanece fiel. Cuando todo parece perdido, Él sigue siendo la roca firme en la que podemos apoyarnos. La mirada del creyente debe estar dirigida al Señor, no a las dificultades, no al pasado, ni a las limitaciones humanas. La fe se fortalece cuando aprendemos a esperar con paciencia, sabiendo que Dios jamás defrauda a quienes esperan en Él.
El contexto de estas palabras nos recuerda cómo el pueblo de Israel muchas veces se alejó del Señor. La relación entre Dios y Su pueblo se debilitaba cada vez que el pecado tomaba el control de sus vidas. La idolatría, la injusticia y la desobediencia los llevaban a perder la comunión con su Creador. Sin embargo, aun en medio de su rebeldía, Dios siempre dejaba una puerta abierta para el arrepentimiento. Cuando el pueblo sufría las consecuencias de sus actos, cuando otros pueblos los oprimían y la calamidad los alcanzaba, entonces corrían nuevamente al Señor buscando Su misericordia. Y Dios, lleno de compasión, los perdonaba y los restauraba.
La historia de Israel nos enseña que la misericordia de Dios es infinita, pero también nos recuerda que Su justicia es real. No podemos vivir en desobediencia y luego esperar las bendiciones del cielo sin arrepentimiento. Dios quiere corazones sinceros, que confíen en Él incluso cuando no entienden Su propósito. Así como Miqueas decidió mirar a Jehová y esperar en el Dios de su salvación, nosotros también debemos mantener nuestros ojos fijos en Cristo, el autor y consumador de nuestra fe. Él es quien nos rescata del pecado, quien restaura lo que se ha perdido y quien renueva nuestra esperanza cada día.
Por eso, hermanos, mantengamos siempre nuestra confianza en el Señor. No pongamos nuestra seguridad en las cosas pasajeras de este mundo, sino en la gracia que nos cubre y en la fidelidad de Dios, que nunca falla. Seamos personas fieles, constantes en la oración y firmes en la fe. Cuando las dificultades lleguen, no olvidemos que nuestra ayuda viene del cielo. Dios es nuestro proveedor, nuestro refugio y nuestro sustento. Él cuida de cada detalle de nuestra vida, y Su amor es la razón por la que seguimos en pie.
Solo miremos al Dios de nuestra salvación. En Él está la victoria, en Él está la vida y en Él está la paz que el mundo no puede ofrecer. Que cada día recordemos estas palabras: “Mas yo a Jehová miraré.” Que nuestra mirada no se desvíe ni a la derecha ni a la izquierda, sino que permanezca fija en el rostro de Aquel que nos salvó. Que el Señor sea siempre nuestra esperanza y nuestro descanso. Amén.