Debemos dar gracias y honrar a nuestro Dios por el sacrificio tan grande que hizo por la humanidad. Su muerte en la cruz fue el acto más sublime de amor jamás realizado, pues con ella nos libró del pecado y de la condenación eterna. Cristo no murió solo por un grupo selecto de personas, sino por toda la humanidad, para sacarnos del error que había en nuestros corazones y ofrecernos una nueva vida en comunión con Él. Cada vez que recordamos la cruz, debemos hacerlo con gratitud profunda, sabiendo que allí se selló nuestra redención y se abrió el camino hacia el perdón y la reconciliación con Dios.
El apóstol Pablo, al escribir a los efesios, nos ayuda a comprender esta realidad espiritual tan trascendente. En Efesios 2:1-2 declara con claridad el estado en el que nos encontrábamos antes de recibir la salvación:
1 Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados,
2 en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia.
Efesios 2:1-2
Este pasaje nos muestra con claridad que antes de Cristo morir por nosotros, vivíamos en un estado de completa separación de Dios. Éramos como muertos espirituales, arrastrados por los deseos del mundo y dominados por el pecado. El enemigo tenía control sobre nuestras vidas porque no conocíamos la verdad. Caminábamos sin dirección, buscando satisfacción en las cosas temporales, pero con el alma vacía. Sin embargo, en medio de nuestra perdición, Dios nos miró con compasión y decidió enviarnos a Su Hijo para rescatarnos del dominio del mal.
El sacrificio de Jesús fue el precio de nuestra libertad. Con Su sangre preciosa, Él limpió nuestras culpas y rompió las cadenas que nos ataban. Por eso Pablo recalca que no fuimos libres por nuestras propias fuerzas ni por méritos personales. No fue nuestra bondad la que nos salvó, sino la misericordia infinita de Dios. La salvación es un regalo divino, no un logro humano. Cristo nos rescató de la esclavitud del pecado, nos bendijo con toda bendición espiritual y nos dio una nueva identidad como hijos del Altísimo. Ya no somos esclavos, sino herederos de Su gracia y participantes de Su Reino eterno.
Por eso, el creyente debe vivir cada día con un corazón agradecido. Dar gracias no es una simple expresión de cortesía, sino una respuesta de adoración ante la obra redentora del Señor. Debemos recordar siempre de dónde nos sacó y hacia dónde nos lleva. Antes estábamos ciegos, pero ahora vemos; antes vivíamos en tinieblas, pero ahora caminamos en la luz admirable de Cristo. Esa transformación no solo fue un evento del pasado, sino una realidad que sigue actuando en nosotros cada día a través del Espíritu Santo.
Pablo escribe estas palabras para recordarnos que somos el resultado del amor y la gracia de Dios. Él quiere que entendamos que nuestra libertad espiritual tiene un costo inmenso: la vida del Hijo de Dios entregada en sacrificio. Ese amor incomparable debe impulsarnos a vivir de manera digna del evangelio, apartándonos del pecado y dedicándonos por completo al servicio del Señor. No podemos vivir como si nada hubiera pasado; debemos reflejar con nuestras acciones la nueva vida que hemos recibido.
De manera que, ya fuimos liberados por nuestro amado Señor Jesucristo. Él nos rescató del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino de Su luz. Por esa razón, debemos mantenernos firmes, perseverando en la fe, luchando contra el pecado y anunciando las buenas nuevas de salvación. Ser libres en Cristo no significa hacer lo que queramos, sino vivir conforme a Su voluntad. Nuestra libertad es espiritual y nos capacita para servir con amor y obediencia. Sigamos, pues, en pie de lucha, confiando en la obra poderosa de Dios, que comenzó en nosotros y la perfeccionará hasta el día de Jesucristo. A Él sea toda la gloria y la honra por los siglos de los siglos. Amén.