Como fieles seguidores de la palabra de Dios, debemos recordar que aquel día cuando nuestro Señor fue crucificado, ahí fue también donde nuestras vidas fueron liberadas, morimos juntamente con Él.
El sacrificio de Cristo en la cruz nos hizo entender lo importante que éramos delante del Señor, Su amor trajo libertad a nuestras vidas, pues, dejó todo lo que tenía en los cielos para venir a este mundo a humillarse hasta lo sumo, ser maltratado, cargar una cruz en su hombro y ser crucificado para darnos salvación.
Hermanos en Cristo Jesús, estamos pasando luchas y teniendo debilidades en nuestros día a día, pero les tengo una muy buena noticia: El Señor viene pronto y es para que también así como morimos con Él en la cruz, resucitemos con Él el día de Su venida.
Cada vez que recordamos la cruz, recordamos también el precio que se pagó por nuestra redención. No fue con oro ni plata, sino con la sangre preciosa del Hijo de Dios. Esa sangre limpió nuestra culpa y nos dio acceso directo al Padre. Ya no somos esclavos del pasado, sino hijos adoptivos, herederos de las promesas eternas. Por eso debemos vivir agradecidos, conscientes de que la vida cristiana no es una carga, sino un privilegio glorioso.
A veces, la vida nos pone pruebas que parecen imposibles de soportar. Pero cuando miramos la cruz, encontramos fuerza. En ella comprendemos que, si Cristo venció el pecado y la muerte, nosotros también podemos vencer por medio de Él. La cruz no fue el final, sino el comienzo de una nueva historia: la historia de la redención. Y así como Cristo resucitó, también nosotros seremos resucitados en gloria.
Palabras finales
Amado hermano, no olvides que tu vida fue comprada a precio de sangre. Cada herida en el cuerpo de Cristo fue una muestra del amor más puro que existe. Por eso, cuando sientas que las fuerzas te faltan o que el pecado te acecha, recuerda que ya fuiste crucificado con Él. Tu viejo yo quedó atrás; ahora caminas bajo la gracia y el poder de Aquel que vive para siempre.
La cruz no fue una derrota, fue una victoria eterna. En ella se selló tu libertad, tu perdón y tu destino glorioso. Vive con la certeza de que, si moriste con Cristo, también vivirás con Él. Que cada día tu vida sea un reflejo de Su sacrificio, una ofrenda viva que proclame al mundo que Jesús no solo murió, sino que resucitó para darte vida en abundancia. Que podamos decir con convicción: “Ya no vivo yo, mas Cristo vive en mí”, hasta el día en que estemos con Él por toda la eternidad. Amén.