La victoria de la cruz

En ciertas ocasiones la humanidad ha experimentado victorias, y este concepto va más relacionado con la guerra que con cualquier otra cosa. Cada nación posee historias de victorias que ha obtenido en diversas guerras y ellos se glorían en eso. Aunque este sea un término mayormente asociado con batallas físicas, llámese un ejército y todo lo relacionado con el mismo, también hemos sufrido victorias en la parte social, como es el caso del racismo, que aunque quedan secuelas, la sociedad ha apreciado algún avance al respecto.

¿De cuántas victorias más podríamos escribir? Las olimpiadas a lo largo de su historia, lo cual incluye todo tipo de deportes. ¿Sabes la alegría que se siente cuando tu equipo favorito de fútbol gana? O más bien, ¿sabes lo orgulloso que se siente correr una carrera para la que te preparaste toda tu vida y ganarla? No sé qué se siente porque nunca la he corrido, pero no debe ser diferente a la sensación de una «victoria».

El punto es que a pesar de que todas esas victorias agregan felicidad, ningunas de ellas se comparan a la victoria más grande que ha existido: «El triunfo de la cruz». Allí, en ese madero, en ese pedazo de tabla, donde yacía el cordero eterno, el príncipe de paz, el eterno Dios, el justo por los pecadores, Dios mismo encarnado, el eterno entre los hombres; cada gota de sangre pronunciaba una eterna melodía: Oh pecador, eres justificado en este madero, eres perdonado, la gracia se está derramando más allá de Israel.

El triunfo de la cruz no es un sentimiento humano, no es una sensación que tendrás por algunos minutos, no es algo que tendrás solo en vida, es algo que tendrás eternamente. Oh amado lector, que nuestras almas sean estimuladas a gloriarnos en la cruz, no en nuestra victorias personales, las cuales son perecederas. ¡Gloríate en Cristo!

El apóstol Pablo escribió sobre esta victoria:

55 ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?

56 ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley.

57 Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.

1 Corintios 15:55-57

Cristo triunfó sobre la muerte, destruyéndola a través de su propia muerte en la cruz, derribando al pecado y su poder, y junto al apóstol Pablo damos gracias infinitas a Dios por la misericordia y gracia que allí se derramó.

Ahora bien, esta victoria no es un hecho aislado en la historia, es la base de nuestra fe. Si las victorias humanas se recuerdan en libros, monumentos o medallas, la victoria de la cruz se recuerda en cada corazón que cree en el sacrificio de Jesús. Es una victoria que cambió el rumbo de la humanidad, porque de estar perdidos en delitos y pecados, pasamos a ser reconciliados con Dios. La cruz es el símbolo más alto de amor y de justicia, porque allí se pagó el precio que nadie podía pagar.

Podemos decir entonces que el triunfo de Cristo es también nuestro triunfo. Cada vez que un hombre o una mujer acepta el mensaje del evangelio, esa victoria se hace efectiva en su vida. La esclavitud del pecado es rota, el miedo a la muerte desaparece, y se abre una puerta de esperanza eterna. Por eso, cuando hablamos de victoria, debemos pensar más allá de lo terrenal. No se trata solo de ganar un trofeo o de alcanzar una meta en la vida, sino de asegurarnos de que nuestra alma goce de la victoria que nunca se marchita.

El creyente que ha entendido este triunfo vive de manera diferente. Ya no se desespera ante las pruebas, porque sabe que su victoria no depende de las circunstancias, sino de lo que Cristo hizo en la cruz. Vive agradecido, confiado y lleno de fe, porque entiende que aunque el mundo le dé la espalda, el Señor le ha dado la victoria eterna. Esta es la verdadera motivación para perseverar, para no rendirse y para seguir confiando en la fidelidad de Dios.

Querido lector, reflexiona en lo siguiente: si hoy celebras logros pasajeros, ¿cuánto más deberías celebrar la obra de Cristo en la cruz? La Biblia nos anima a fijar nuestra mirada en lo eterno, no en lo temporal, y a recordar que nuestra mayor victoria no está en lo que podamos lograr por nosotros mismos, sino en lo que Cristo ya logró por nosotros. Esa victoria es segura, es eterna y es perfecta.

Por tanto, no vivamos como derrotados, no pensemos que todo está perdido cuando enfrentamos pruebas, porque la cruz nos recuerda que la victoria ya fue conquistada. Caminemos con fe, levantemos nuestra mirada al cielo y confiemos plenamente en aquel que venció. Al final, ninguna batalla terrenal podrá compararse jamás con el glorioso triunfo de la cruz.

Sus propósitos son perfectos
Contemplemos las maravillas del Señor