Dios le dijo multitudes de veces a Su pueblo Israel que Él estaría con ellos, que era su Redentor y su guiador. A través de profetas, señales y hechos poderosos, el Señor les recordaba que no estaban solos, que Él era quien los había escogido, formado y redimido. Ahora bien, el punto aquí es que muchísimas veces ese pueblo menospreció a ese Dios, prefiriendo ídolos, alianzas con naciones extranjeras o confiando en su propia fuerza. De la misma manera hoy, Dios nos ha dicho que es nuestro Redentor, que nos ha rescatado por medio de Cristo, y la pregunta sigue siendo la misma: ¿lo estás menospreciando? Él no solamente es el Redentor, sino que es el único Redentor, no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres en el cual podamos ser salvos.
La Biblia dice:
1 Ahora, así dice Jehová, Creador tuyo, oh Jacob, y Formador tuyo, oh Israel: No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú.
2 Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti.
3 Porque yo Jehová, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador; a Egipto he dado por tu rescate, a Etiopía y a Seba por ti.
Isaías 43:1-3
Estas promesas no son solo relatos del pasado, son realidades vigentes para el creyente de hoy. El mismo Dios que acompañó a Israel sigue siendo nuestro Redentor y Salvador. Él nos libra de la esclavitud del pecado, nos rescata del poder de la muerte y nos sostiene en medio de las pruebas. Cuando atravesamos momentos de sufrimiento, de dolor, de angustia o de tentación, podemos aferrarnos a estas palabras: «Yo estaré contigo». Esa es la certeza que da paz al corazón, la seguridad de que no caminamos solos.
Ese mismo Dios está con nosotros, ayudándonos, fortaleciéndonos y guiándonos. Él es nuestro Redentor y nuestra Roca fuerte. No hay otro Redentor, no hay otro camino, no hay a dónde ir sino a Dios. Todas las demás alternativas que el mundo ofrece son pasajeras, débiles y engañosas. Solo en Cristo encontramos salvación eterna, porque Él derramó su sangre preciosa para rescatarnos. Como dice el apóstol Pedro: «Sabiendo que fuisteis rescatados… no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1 Pedro 1:18-19).
Por eso, no menospreciemos a nuestro Redentor. Reconozcamos que Él es nuestro Salvador, nuestro guía y nuestro refugio. Cuando pasemos por aguas turbulentas, recordemos que Él está con nosotros. Cuando enfrentemos el fuego de la prueba, sepamos que no seremos consumidos porque su presencia nos protege. Vivamos con la certeza de que le pertenecemos, porque Él nos llamó por nombre y nos hizo suyos. Que cada día nuestra vida sea un testimonio de gratitud al único Redentor, al único Dios verdadero, al que merece toda gloria, honra y alabanza por los siglos de los siglos.