Le amamos a Él, porque Él nos amó primero

Al Señor debemos amar con todo nuestro corazón, y ese amor no debe ser superficial ni condicionado, sino un amor completo y sincero. Nuestra primera reacción ante la grandeza de Dios debe ser la gratitud, dar gracias continuamente por Su inmenso amor hacia nosotros. El apóstol Pablo enseña que ese amor nos fue otorgado desde antes de la fundación del mundo, lo que nos recuerda que no fue algo repentino o improvisado, sino un plan eterno en el corazón del Padre. Por eso debemos reconocer la magnitud de este amor y rendirnos ante Su gloria y Su poder.

Este es un amor infinito, inconmensurable, que no puede compararse con ningún afecto humano. Dios no solo dijo que nos amaba, sino que demostró ese amor entregándose por nosotros a través de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Este sacrificio voluntario nos revela la profundidad de Su compasión y nos invita a corresponder con obediencia, gratitud y entrega. Amar a Dios es el mayor mandamiento, y de él se desprenden todos los demás. Por eso, cada día debemos examinar nuestro corazón y preguntarnos si realmente estamos amando a Dios con todo nuestro ser.

En la primera epístola de Juan se nos habla con claridad de este amor tan grande que Dios tiene por nosotros:

19 Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero.

20 Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?

21 Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano.

1 Juan 4:19-21

Este pasaje nos enseña una verdad central: nuestro amor hacia Dios no puede separarse de nuestro amor hacia los demás. No es suficiente decir que amamos a Dios si nuestro trato hacia nuestro prójimo está lleno de odio, rencor o indiferencia. La coherencia cristiana se demuestra en la manera en que tratamos a los demás, especialmente a los que tenemos más cerca. Amar a nuestros hermanos es la prueba visible de que el amor del Padre habita en nosotros.

Al leer estas palabras comprendemos lo fundamental que es el amor en la vida cristiana. El amor no es un sentimiento pasajero, sino una decisión que refleja la naturaleza de Dios en nosotros. Si decimos que amamos a Dios pero vivimos en enemistad con nuestros hermanos, nos engañamos a nosotros mismos. Juan lo dice de manera directa: el que aborrece a su hermano no puede amar a Dios. Por lo tanto, el amor al prójimo es inseparable del amor a Dios.

Dios nos amó primero, y esa es la razón principal por la que debemos amarle y amar a los demás. Nosotros no dimos el primer paso, fue Él quien nos buscó cuando estábamos perdidos. Este amor previo de Dios es lo que hace posible que hoy tengamos una relación con Él. Y si Dios nos amó cuando éramos pecadores, ¿cómo no vamos a amar nosotros a nuestros hermanos, aun con sus defectos y debilidades? El amor de Dios debe fluir en nosotros y extenderse hacia los demás como un río que nunca se seca.

Amar a nuestros hermanos no significa que siempre estaremos de acuerdo con ellos, sino que sabremos perdonar, comprender y extender gracia, tal como Dios lo hace con nosotros. La prueba de un corazón transformado es la capacidad de amar incluso a los que nos hacen daño. Jesús nos enseñó a amar a nuestros enemigos, lo que nos demuestra que el amor cristiano va mucho más allá de lo natural, es un amor sobrenatural, fruto del Espíritu Santo en nuestras vidas.

Conclusión: Dios nos amó primero, y por eso hoy podemos amarle y amar a los demás. El verdadero cristiano no puede separar su amor hacia Dios de su amor hacia sus hermanos. Recordemos siempre que el amor no es una opción, es un mandamiento. Si queremos reflejar la vida de Cristo en nosotros, debemos vivir en amor, agradecer cada día el amor infinito de Dios y manifestarlo en nuestras relaciones. Amemos como Él nos amó, y así el mundo podrá ver que somos hijos del Dios de amor.

En medio de las pruebas me gozaré en el Señor
Viviendo según el Espíritu