Existen dos maneras de vivir: en el Espíritu o en la carne. Y esta es una de las preguntas más importantes que podemos hacernos: ¿De qué manera estás viviendo? Si decimos que estamos en Cristo, se supone que nuestra vida debe manifestar los frutos del Espíritu, y no los deseos de la carne. Esta reflexión no es ligera, porque la Palabra de Dios nos confronta constantemente con esta realidad y nos lleva a tomar decisiones que marquen la diferencia en nuestra comunión con Él. Por eso hoy deseo que medites seriamente en este tema a través de la Escritura.
El apóstol Pablo lo expresó con claridad en su carta a los Romanos:
Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él.
Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia.
Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros.
Romanos 8:9-11
Pablo señala que vivir en la carne y vivir en el Espíritu son estilos de vida opuestos y excluyentes. Una vida guiada por la carne se enfoca en los deseos pecaminosos, en lo pasajero, en aquello que desagrada a Dios. En cambio, una vida guiada por el Espíritu busca glorificar al Señor en todo, demostrando obediencia, santidad y amor. La diferencia no es externa, sino interna: se trata de quién gobierna nuestro corazón.
La Biblia nos habla repetidas veces sobre esto de vivir en el Espíritu, porque es la prueba de que realmente hemos nacido de nuevo. No se trata de experiencias místicas, ni de hacer milagros o señales espectaculares, sino de una transformación genuina que se manifiesta en nuestra manera de hablar, actuar, pensar y relacionarnos con los demás. Vivir en el Espíritu es ser guiados por Dios en lo cotidiano: en el trabajo, en la familia, en las decisiones que tomamos y en los pensamientos que cultivamos.
Cristo murió por nosotros en una cruz, y ese sacrificio no fue en vano. La Palabra enseña que si Cristo, que venció la muerte, mora en nosotros, entonces tenemos vida verdadera y abundante. Pero aquí surge un punto crucial: no podemos decir que Cristo vive en nosotros y al mismo tiempo continuar aferrados a los patrones de este mundo. Sería una contradicción peligrosa. Si la carne todavía domina, entonces no estamos experimentando la plenitud de la vida en Cristo.
Vivir en el Espíritu implica renunciar a los deseos pecaminosos que nos esclavizan. Implica crucificar la carne con sus pasiones, como dijo el apóstol Pablo en Gálatas 5:24. Implica también buscar la santidad cada día, entendiendo que no somos perfectos, pero que tenemos al Espíritu Santo como guía y consolador. Cuando fallamos, Él nos redarguye y nos conduce al arrepentimiento. Cuando estamos débiles, Él nos fortalece para seguir adelante.
Además, Pablo nos recuerda que el mismo Espíritu que levantó a Jesús de los muertos mora en nosotros. Esto significa que no estamos solos en la lucha contra la carne. La resurrección de Cristo es nuestra garantía de victoria. Así como Dios levantó a su Hijo, también vivificará nuestros cuerpos mortales y nos dará la fuerza necesaria para perseverar hasta el final. Es una promesa gloriosa: no peleamos en nuestras fuerzas, sino en el poder del Espíritu de Dios.
Querido hermano, examina tu vida a la luz de esta enseñanza. Pregúntate: ¿mis acciones reflejan la obra del Espíritu Santo en mí, o aún estoy cediendo terreno a los deseos de la carne? No olvides que la vida en el Espíritu produce paz, gozo, paciencia, dominio propio y amor, mientras que la vida en la carne produce muerte y separación de Dios. La diferencia es radical y eterna.
Conclusión: Vivir en el Espíritu no es una opción secundaria, es el llamado de todo creyente en Cristo. Es el camino de la verdadera vida, de la comunión con Dios y de la victoria sobre el pecado. Que hoy puedas decidir vivir plenamente bajo la guía del Espíritu Santo, apartándote de la carne y abrazando la vida abundante que Cristo ganó para ti en la cruz. Solo así experimentaremos la plenitud de ser hijos de Dios, guiados por su Espíritu y transformados para su gloria.