El salmo 73 escrito por Asaf, es un salmo que nos narra algo muy parecido a lo que vivimos hoy en día. En el inicio del mismo, el escritor confiesa que casi resbalan sus pies al observar cómo los malos prosperaban sin recibir castigo. Al ver a los impíos llenarse de riquezas mientras él, siendo justo, atravesaba dificultades, su corazón se llenó de envidia y confusión. ¿A cuántos de nosotros no nos ha pasado lo mismo? Miramos alrededor y pareciera que quienes viven lejos de Dios disfrutan de abundancia y éxito, mientras los que buscan agradarle enfrentan luchas y pruebas constantes.
Asaf describe que los malvados vivían con orgullo, sin preocupaciones aparentes, y que todo lo que hacían parecía salirles bien. Esa visión le produjo un fuerte conflicto interno. En su corazón se preguntaba si en verdad valía la pena guardar pureza y ser fiel al Señor. Esta lucha refleja la realidad de muchos creyentes que, en su caminar diario, llegan a pensar que seguir a Dios solo les trae sufrimiento mientras los demás prosperan en su maldad.
A lo largo del capítulo, Asaf continúa relatando cómo los justos eran azotados cada día, mientras los impíos disfrutaban de placeres y riquezas. Esta tensión espiritual creció hasta que él tomó una decisión clave: entrar en el santuario del Señor. Fue en ese lugar de encuentro con Dios donde recibió claridad. Comprendió que aunque los impíos prosperen momentáneamente, su final será triste y desastroso. Su destino no es eterno gozo, sino separación y juicio.
Este giro en la narrativa nos enseña una lección profunda: la perspectiva cambia cuando miramos las cosas desde la eternidad y no desde lo inmediato. Los ojos de Asaf, que antes estaban nublados por la envidia, se abrieron al considerar la realidad del juicio de Dios y la esperanza de los justos. Allí entendió que lo verdaderamente valioso no es la prosperidad temporal, sino la comunión eterna con el Señor.
Por eso, al final de este salmo, Asaf expresa con convicción:
25 ¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra.
26 Mi carne y mi corazón desfallecen; Mas la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre.
27 Porque he aquí, los que se alejan de ti perecerán; Tú destruirás a todo aquel que de ti se aparta.
28 Pero en cuanto a mí, el acercarme a Dios es el bien; He puesto en Jehová el Señor mi esperanza, Para contar todas tus obras.Salmo 73:25-28
Estas palabras muestran una fe renovada y un corazón que ha encontrado verdadera satisfacción en Dios. Asaf reconoce que nada en este mundo puede compararse con tener al Señor. Aunque la carne desfallezca y el corazón se debilite, Dios sigue siendo la roca y la porción eterna de los suyos. Aquí encontramos la clave de la vida cristiana: nuestra herencia no es la riqueza terrenal, sino la presencia de Dios y Su salvación eterna.
Cuando pases por tribulaciones y veas a otros prosperar en medio de su maldad, recuerda que nuestro tesoro no está en lo visible. Tenemos uno en los cielos que vela por nosotros. ¿Para qué desear las cosas de este mundo que son pasajeras y engañosas? Aunque nuestra carne y corazón desfallezcan, nuestra porción es el Dios vivo para siempre. El salmo nos advierte que los que se apartan del Señor al final perecerán, aunque por un tiempo parezcan exitosos y fuertes.
Por el contrario, el acercarnos a Dios es lo mejor que podemos hacer. En Él debe estar depositada nuestra confianza. Si alguna vez pensaste, como Asaf, que era mejor apartarse porque los malos prosperan, recuerda que su final será amargo y terrible. El camino de los justos puede estar lleno de pruebas, pero su final es glorioso. Hemos recibido la promesa de una herencia incorruptible, una morada celestial y una eternidad con Cristo. Eso es infinitamente superior a cualquier ganancia pasajera.
Conclusión: El salmo 73 nos enseña que la prosperidad del impío es temporal, pero la porción del justo es eterna. Aunque hoy no comprendamos todo, debemos confiar en que Dios es justo y que Él tiene un plan perfecto para nuestras vidas. No envidiemos a quienes prosperan en el pecado; más bien, acerquémonos a Dios, porque esa es nuestra verdadera riqueza. Como dijo Asaf: “El acercarme a Dios es el bien”. Que esa sea también nuestra declaración de fe cada día.