El sudor corre por la piel de miles de soldados israelíes. Están confundidos, el espanto recorre sus venas, la amargura y el dolor se apoderan de sus pensamientos. Están en plena desesperación, mientras un solo hombre, un guerrero gigante, trata de intimidar al pueblo de Dios con palabras arrogantes. Con orgullo se burla de Israel y parece alegrarse de que Dios está en silencio, como si el Altísimo se hubiera olvidado de su pueblo. A los ojos de ese incircunciso, Dios está sordo, indiferente y ausente.
Sin embargo, en aquel momento Dios demuestra una vez más su poder y soberanía. No lo hace a través de un gran ejército ni de un hombre fuerte, sino que escoge a un jovencito pastor, despreciado incluso por los suyos, para enfrentar al gigante. Lo que para los hombres parecía una locura, Dios lo convierte en una gloriosa victoria. El gigante Goliat pensaba que el muchacho no representaba amenaza alguna, pero no sabía que Dios había decidido glorificarse a través de David. ¡Dios no estaba sordo! Él escuchó el clamor de su pueblo y respondió de una forma inesperada.
La escena de David y Goliat nos recuerda que nuestro Dios nunca permanece indiferente. Aunque el mundo crea que el silencio divino significa ausencia, Dios siempre está obrando. En nuestra actualidad también vemos cómo la maldad aumenta: enfermedades que no tienen cura humana, odio entre pueblos y familias, enemistades irreconciliables, corrupción en todos los niveles, infidelidad y decadencia moral. Este mundo va a la deriva, lejos de su Creador, y muchos se atreven a pensar que si tantas cosas malas ocurren es porque Dios está callado, porque ya no escucha, porque se ha olvidado de su creación.
Pero la Biblia está llena de ejemplos que nos muestran lo contrario. Una y otra vez el Señor se ha manifestado con poder en medio de la historia para demostrar que no está sordo, que no es indiferente y que nunca abandona a los que confían en Él. En el Antiguo Testamento, Israel pudo experimentar milagros que cambiaron su destino y dejaron claro que Dios estaba atento a sus necesidades.
¿De cuántos testimonios bíblicos podríamos hablar? Son incontables. Dios abrió el mar Rojo y permitió que su pueblo pasara en seco, mientras los ejércitos de Faraón quedaron destruidos en medio de las aguas. En otra ocasión, en plena batalla, hizo descender grandes rocas desde el cielo sobre los enemigos de Israel, mostrándoles que Él mismo peleaba por ellos. Cuando el rey Nabucodonosor ordenó adorar a una estatua de oro, tres jóvenes hebreos decidieron mantenerse fieles a Dios. Fueron arrojados al horno de fuego ardiendo, pero en medio de las llamas apareció uno con apariencia divina que los protegió. Ni siquiera el olor del fuego quedó en sus ropas, porque el Señor los libró.
Estos y muchos otros relatos bíblicos nos recuerdan que Dios actúa en el momento oportuno. Para los incrédulos puede parecer que Él tarda, pero para sus hijos su tiempo es perfecto. Cuando pensamos que el cielo está en silencio, realmente Dios está preparando algo más grande de lo que imaginamos. Su aparente demora nunca es olvido, es parte de su plan para glorificarse en nuestras vidas.
El mismo Dios que escuchó a Israel y que libró a David, a los tres jóvenes hebreos y a tantos otros, es el mismo Dios que tenemos hoy. Él no cambia, su poder es eterno y su fidelidad permanece para siempre. La Escritura afirma: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos” (Hebreos 13:8). Eso significa que Él sigue respondiendo, sigue obrando milagros y sigue escuchando nuestras oraciones. No debemos dejar que el ruido del mundo ni las burlas de los incrédulos nos hagan dudar. Nuestro Dios oye cada clamor, cada lágrima y cada suspiro de su pueblo.
Queridos hermanos, no caigamos en la trampa de pensar que el silencio de Dios significa ausencia. Él siempre está presente y pendiente de nuestras necesidades. Puede que no responda en el momento ni en la forma que esperamos, pero siempre responde en el tiempo exacto y de la manera que más conviene para nuestro bien y para su gloria. Su oído no se ha cerrado y su mano no se ha acortado. Él sigue siendo el Dios que pelea por nosotros y que muestra su poder en medio de la debilidad humana.
En conclusión, Dios no está sordo. Él escucha nuestras oraciones y súplicas. Cada clamor de un corazón sincero llega a su trono de gracia. Cuando nos arrodillamos, cuando levantamos nuestras voces al cielo, podemos estar seguros de que nuestro Padre celestial nos atiende. Tal vez el mundo piense que Dios guarda silencio, pero la fe nos asegura que Él está obrando. Sigamos confiando, sigamos clamando y recordemos siempre que nuestro Dios es poderoso para salvar, sanar y responder en el momento justo.