Posiblemente todos hemos leído sobre el profeta Jeremías y recordamos las situaciones difíciles a las que se enfrentó en muchas ocasiones por ser portavoz de la Palabra de Dios para el pueblo de Israel. Este pueblo, que muchas veces se mostraba corrupto, obstinado y de duro corazón, convirtió la misión del profeta en un escenario amargo, duro, difícil y en ocasiones humillante. Jeremías no era un hombre insensible; era un ser humano como nosotros, y el rechazo constante de su mensaje lo llenaba de tristeza y dolor. Sin embargo, permaneció firme porque sabía que había sido llamado por el Dios eterno.
La Biblia nos narra con claridad la vida de Jeremías: desde su llamado como profeta en su juventud hasta las profecías que debía proclamar para que Israel comprendiera la voz de Dios. Su tarea no fue sencilla, porque anunciar el mensaje divino en medio de un pueblo rebelde le trajo momentos amargos y pruebas muy intensas. El profeta experimentó la soledad, el rechazo, las burlas y hasta la cárcel por hablar en nombre de Dios. Imagínese, querido lector, estar en su iglesia y proclamar lo que dice la Palabra de Dios, y que nadie desee escuchar, que todos rechacen su voz y lo acusen de ser un perturbador. Eso mismo vivía Jeremías.
Jeremías enfrentó no solo la dureza del corazón del pueblo, sino también consecuencias físicas y emocionales. En algunas ocasiones fue apresado injustamente, y la desesperación llegó a tal punto que en un momento de profunda angustia maldijo el día de su nacimiento (Jeremías 20:14-18). Este episodio nos muestra la humanidad de un profeta que, aunque elegido por Dios, no estuvo exento del dolor ni de la debilidad. Y sin embargo, en medio de esas pruebas, Dios lo sostenía con su Palabra.
El mismo Jeremías reconocía que, aunque el rechazo era fuerte, había algo más poderoso que lo mantenía de pie: la Palabra de Dios. Esta no era para él simplemente un conjunto de mandamientos o profecías, sino una fuente de vida, gozo y fortaleza. Escuchemos sus propias palabras:
15 Tú comprendes, Señor; ¡acuérdate de mí, y cuídame! ¡Toma venganza de los que me persiguen! Por causa de tu paciencia, no permitas que sea yo arrebatado; mira que por ti sufro injurias.
16 Al encontrarme con tus palabras, yo las devoraba; ellas eran mi gozo y la alegría de mi corazón, porque yo llevo tu nombre, Señor, Dios Todopoderoso.
Jeremías 15:15-16
¡Qué declaración tan poderosa! Jeremías comprendía que, aunque todo a su alrededor parecía derrumbarse, las palabras de Dios eran su alimento, su fortaleza y la razón de su gozo. Él las “devoraba”, lo que significa que las recibía con ansias, con deseo profundo, como alguien hambriento que se encuentra con el pan que da vida. Y ese alimento espiritual lo llenaba de alegría en medio de las lágrimas.
De la misma manera, nosotros también atravesamos momentos donde la fe es probada. Muchas veces el dolor, la injusticia o la soledad intentan apagar nuestra esperanza, pero ahí es donde debemos imitar a Jeremías y aferrarnos a la Palabra de Dios como fuente de gozo. No podemos permitir que las pruebas estén por encima de nuestra fe, sino que debemos levantar nuestra mirada al Señor y declarar con convicción: «Yo llevo tu nombre, Señor, Dios Todopoderoso».
Querido lector, llevamos el nombre de Cristo sobre nosotros, hemos sido llamados hijos de Dios, su pueblo especial, y Él es nuestro Dios Todopoderoso. Eso significa que no estamos solos en medio de la adversidad, que las pruebas no tendrán la última palabra y que siempre podremos encontrar en la Escritura consuelo y fortaleza. Así como Jeremías, hagamos de la Palabra nuestro alimento, nuestro gozo y nuestra luz en medio de la oscuridad.
Que hoy podamos tomar la decisión de no rendirnos ante la dificultad, sino de recordar que si llevamos el nombre de Dios, Él nunca nos abandonará. La fidelidad de su Palabra es nuestra garantía de victoria. Amén.