Jesús fue enviado por Dios al mundo con un propósito supremo: darnos vida eterna. Este regalo no se encuentra en ninguna filosofía humana, ni en logros terrenales, ni en riquezas, sino únicamente en Cristo. Ahora bien, ¿qué debemos hacer para obtener esa vida eterna? La Biblia nos enseña que es necesario seguir a Cristo, apartarnos de lo que no agrada a Dios y rendir nuestra vida completamente a Él. Solo de esa manera podemos recibir esta hermosa promesa que supera todo entendimiento.
El evangelio nos recuerda que no se trata de un simple conocimiento intelectual, sino de una confesión de fe viva. La Palabra nos dice que si confesamos con nuestra boca que Jesús es el Señor y creemos de corazón que Dios le levantó de entre los muertos, seremos salvos. No se trata de un ritual vacío, sino de una entrega total a Cristo, reconociendo que Él es la vida misma.
Y este es el testimonio:
que Dios nos ha dado vida eterna;
y esta vida está en su Hijo.1 Juan 5:11
Estas palabras escritas por el apóstol Juan son un testimonio claro y contundente. La vida eterna no es una ilusión ni una esperanza incierta, es una realidad segura que Dios ha preparado y ha puesto en su Hijo Jesucristo. Juan no habla de probabilidades, sino de una certeza: “Esta vida está en su Hijo”. Esto significa que todo lo que necesitamos para alcanzar la salvación está en Jesús y únicamente en Él. Ninguna obra humana, mérito personal o filosofía puede ofrecernos lo que Cristo ya nos dio en la cruz.
Jesús es el Mesías prometido, enviado por Dios para librarnos del mal y abrirnos los ojos espirituales. El enemigo de las almas quiere engañar y mantener a la humanidad en tinieblas, pero Cristo vino a traer luz y vida. La misión del Hijo fue mostrar el amor del Padre y ofrecer redención al hombre caído, y esa redención se convierte en vida eterna para los que creen.
El que tiene al Hijo, tiene la vida;
el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida.1 Juan 5:12
Este versículo presenta una verdad radical: la vida eterna no depende de pertenecer a una religión, de acumular buenas obras o de aparentar santidad, sino de tener a Cristo. Tener al Hijo es tener la vida; rechazarlo es vivir en muerte espiritual. Esta declaración nos confronta con una decisión que nadie puede evadir: aceptar o rechazar a Jesús. No hay términos medios. La vida eterna no se logra con esfuerzos humanos, sino con la fe en Cristo y la rendición a su señorío.
Todo aquel que ya ha aceptado a Jesús como su único y suficiente Salvador posee la vida eterna. Esta promesa no es para un futuro incierto, sino una realidad presente que comienza desde ahora. Cristo nos da paz, restaura nuestro interior, quita las cargas y nos guía en medio de las dificultades. Su presencia produce gozo y seguridad que ninguna circunstancia puede arrebatar. Esa paz que sobrepasa todo entendimiento es evidencia de que la vida eterna ya está obrando en nosotros.
Jesús mismo dijo que había venido a darnos vida y vida en abundancia. Esa abundancia no se refiere únicamente a bienes materiales, sino a una plenitud espiritual que colma el alma y da propósito eterno. La vida que Cristo ofrece es incorruptible, no se desgasta, no se acaba con los años, no depende de la salud ni de la economía, es vida eterna. Y esta vida solo la recibirá aquel que esté dispuesto a dejarlo todo por el Señor. A veces esto implica renunciar a placeres mundanos, a prácticas que ofenden a Dios, o a todo aquello que ocupa el lugar que solo Cristo debe tener en nuestro corazón.
Querido lector, esta vida maravillosa no se encuentra en el hombre, en la religión ni en los logros personales. Se encuentra en Dios, nuestro Salvador y refugio. La invitación hoy es clara: confiesa a Cristo, cree en Él, ríndete a sus pies y abraza la promesa de la vida eterna. Porque quien tiene al Hijo, tiene la vida.