Mientras Cristo estuvo en esta tierra habló a sus discípulos acerca de lo que le esperaba: el Hijo del Hombre sería entregado en manos de pecadores, sufriría, sería crucificado, pero también les dio la gloriosa promesa de que al tercer día resucitaría. Sus discípulos escucharon esas palabras, pero muchas veces no lograban comprenderlas en su totalidad. Y en efecto, llegó aquel día en que Jesús fue colgado en una cruz entre malhechores, soportando el dolor físico y espiritual del pecado de toda la humanidad.
Mientras agonizaba, muchos se burlaban de Él diciendo: “Se encomendó a Dios, ¿ahora por qué su Dios no le salva?”. Sin embargo, lo que ellos no entendían era que Cristo debía pasar por ese sufrimiento para darnos a nosotros la salvación. El precio de nuestra libertad espiritual se pagó en esa cruz. Y aun en medio del dolor más cruel, las palabras más tiernas y llenas de gracia brotaron de sus labios: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Estas palabras revelan el corazón del Salvador, dispuesto a interceder aun por aquellos que le crucificaban.
Pasaron tres días desde su muerte y, aunque muchos pensaban que todo había terminado, lo que ocurrió fue el cumplimiento de la promesa más grande de la historia. La Biblia nos relata que María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro muy de mañana. Allí se produjo un gran terremoto, pues un ángel del Señor descendió del cielo con un aspecto como de relámpago y removió la piedra que cubría la tumba. Los guardas que custodiaban el sepulcro temblaron de miedo y quedaron paralizados ante aquel escenario celestial.
5 Mas el ángel, respondiendo, dijo a las mujeres: No temáis vosotras; porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado.
6 No está aquí, pues ha resucitado, como dijo. Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor.
Mateo 28:5-6
Aquel fue el momento más glorioso de la historia humana: Cristo se había levantado de entre los muertos. La muerte no pudo retenerlo, el sepulcro no pudo aprisionarlo. Resucitó con gran gloria y poder, confirmando que en Él tenemos vida eterna. Ya no era más el Cordero que iba en silencio hacia la cruz, sino el Rey victorioso del universo. Los actores de su condena —Judas, Pilato, los sumos sacerdotes y el pueblo que gritaba “¡Crucifícale!”— habían cumplido su papel, pero ahora comenzaba la obra eterna: Jesús reinando a la diestra del Padre.
La resurrección no es solo un evento histórico, es el fundamento de nuestra fe. Pablo afirmó en 1 Corintios 15 que si Cristo no resucitó, vana sería nuestra fe. Pero al estar la tumba vacía, tenemos plena certeza de que también nosotros resucitaremos un día para estar con Él por la eternidad. Esa tumba vacía es el sello divino que confirma todas las promesas del Señor. Cuando las mujeres vieron el sepulcro vacío, su tristeza se convirtió en gozo. Así también nuestra tristeza encuentra consuelo en la resurrección de Cristo.
¿Te sientes abatido, cansado, sin fuerzas para continuar? Recuerda que Cristo resucitó. La tumba vacía es tu motivación y tu garantía de que nada está perdido. La vida cristiana no se trata de un esfuerzo vacío, sino de una esperanza viva. Jesús vive, y porque Él vive, tú también puedes enfrentar el mañana con confianza. Su victoria es tu victoria; su resurrección es la base de tu fe y de tu esperanza eterna.
Celebremos cada día este triunfo glorioso. No lo recordemos solo en una fecha especial, sino que sea una verdad constante en nuestro corazón: ¡Cristo vive! Él reina con poder y gloria, y pronto volverá por su iglesia. Mientras tanto, vivamos con gozo y convicción, sabiendo que el mismo poder que levantó a Jesús de entre los muertos está obrando en nosotros. ¡Aleluya, Cristo ha resucitado!