Posiblemente todos nosotros alguna vez hayamos escuchado la gran historia del profeta Samuel, aquel hijo que le nació a Ana, aquella mujer que era estéril y Dios obró de manera poderosa en su vida. Ana lloraba delante de Dios pidiendo un hijo, y en su clamor prometió que si Dios le concedía ese milagro lo dedicaría enteramente a Él. El Señor escuchó su oración y le dio a Samuel, un niño que desde el vientre mismo ya estaba apartado para los planes divinos. Samuel fue dedicado a Dios desde su niñez y siempre estaba en el templo, bajo el cuidado del sacerdote Elí. Su historia es magnífica porque nos muestra cómo el propósito de Dios se cumple por encima de todas las circunstancias humanas. En aquel tiempo la Palabra de Dios escaseaba en el pueblo de Israel, pero Dios levantaría a un profeta fiel, y ese niño era Samuel, quien creció sirviendo en el templo y aprendiendo a obedecer al Señor.
Repasemos un poco esta historia a través de unos cuantos versículos:
3 Samuel estaba durmiendo en el templo de Jehová, donde estaba el arca de Dios; y antes que la lámpara de Dios fuese apagada,
4 Jehová llamó a Samuel; y él respondió: Heme aquí.
5 Y corriendo luego a Elí, dijo: Heme aquí; ¿para qué me llamaste? Y Elí le dijo: Yo no he llamado; vuelve y acuéstate. Y él se volvió y se acostó.
6 Y Jehová volvió a llamar otra vez a Samuel. Y levantándose Samuel, vino a Elí y dijo: Heme aquí; ¿para qué me has llamado? Y él dijo: Hijo mío, yo no he llamado; vuelve y acuéstate.
7 Y Samuel no había conocido aún a Jehová, ni la palabra de Jehová le había sido revelada.
1 Samuel 3:3-7
En aquel momento, Samuel aún no conocía la voz del Señor. Era un niño obediente, pero la Palabra de Dios no le había sido revelada. Por eso, cada vez que escuchaba la voz lo confundía con Elí. Una y otra vez se levantaba para acudir al sacerdote, mostrando su disposición de servir. Esa actitud humilde y atenta es un ejemplo para nosotros, porque muchas veces Dios nos habla de diferentes formas y podemos confundir su voz con otras distracciones. Elí, al ver lo que sucedía, comprendió que Dios estaba tratando directamente con Samuel y le dio instrucciones claras para la próxima vez.
9 Y dijo Elí a Samuel: Ve y acuéstate; y si te llamare, dirás: Habla, Jehová, porque tu siervo oye. Así se fue Samuel, y se acostó en su lugar.
10 Y vino Jehová y se paró, y llamó como las otras veces: ¡Samuel, Samuel! Entonces Samuel dijo: Habla, porque tu siervo oye.
1 Samuel 3:9-10
Finalmente, Samuel aprendió a responder correctamente al llamado del Señor. Su frase «Habla, porque tu siervo oye» revela la actitud de obediencia y disposición que debe caracterizar a todo hijo de Dios. Desde ese día, Dios comenzó a hablar con Samuel, y él fue establecido como un gran profeta en Israel. La gente reconocía que Dios estaba con él porque ninguna de sus palabras caía en tierra. Samuel fue un instrumento escogido para guiar al pueblo en tiempos difíciles y para recordarles el pacto del Señor.
Así como Samuel fue llamado desde niño, nosotros también hemos sido llamados a escuchar la voz de Dios en medio de un mundo lleno de ruido y distracciones. Dios sigue levantando hombres y mujeres dispuestos a decir: “Habla, porque tu siervo oye”. En la vida cristiana es fundamental tener un corazón sensible para atender la voz de Dios, y esto solo se logra con oración constante, estudio de la Palabra y obediencia diaria.
Samuel nos recuerda que, aunque vivamos en tiempos donde parece que la Palabra escasea, Dios siempre tiene un plan y siempre llama a sus siervos para que lleven su mensaje. Debemos preguntarnos: ¿estamos dispuestos a escuchar y obedecer, aunque no entendamos todo en el momento? La obediencia de Samuel, aun siendo un niño, fue el inicio de un ministerio que marcaría la historia del pueblo de Israel. Y esa misma obediencia es la que Dios espera de nosotros hoy.
Que cada día podamos tener la humildad de Samuel y responder con fe y disposición al llamado divino. Dios sigue hablando, y su voz sigue guiando a quienes tienen un corazón dispuesto a escucharle. Que podamos vivir atentos a su llamado y decir con todo nuestro ser: «Habla, Señor, que tu siervo oye».