Recordamos esa historia en que Dios creó al hombre perfecto en todos sus caminos, sin embargo, este desobedeció el mandamiento de Dios y por ese solo hombre llamado Adán entró el pecado a toda la humanidad. Desde aquel instante la creación perfecta se vio afectada por la desobediencia y la relación directa con el Creador fue quebrada. Es por esto que las Escrituras nos dicen: «Por cuantos todos pecaron están destituidos de la gloria de Dios». Con estas palabras se nos muestra una realidad universal: el pecado no es una excepción, sino una marca que alcanzó a toda la raza humana.
No debemos pensar que la esperanza de la humanidad terminó en el Edén con el pecado de Adán. Al contrario, debemos comprender que en medio de la caída Dios ya tenía un plan de redención. Cristo, siendo justo y siendo Dios, ofreció su vida como grato holocausto por nosotros para volver a reunirnos con Dios, para que esa separación terminara en un madero ensangrentado. En la cruz se cumplió lo que parecía imposible: la distancia creada por el pecado fue abolida por la sangre del Hijo de Dios. Este es el centro del evangelio y el motivo por el cual tenemos esperanza hoy.
El apóstol Pablo explicó esta gran verdad a los Romanos:
De la misma manera que la muerte reinó a través del pecado de Adán en el Edén y pasó a toda la humanidad, así también la gracia de nuestro Señor Jesucristo ha reinado en nosotros para producir vida eterna. Y esta gracia nos hace mantener una esperanza viva de que un día reinaremos en ciudades celestiales juntamente con nuestro Dios. El pecado de Adán nos trajo muerte, pero la obediencia de Cristo nos asegura resurrección y gloria eterna. Así, la historia que comenzó con una tragedia en el Edén culmina con una victoria en la cruz y con la esperanza gloriosa de la eternidad con Dios.
Hoy, cada creyente es llamado a vivir bajo esa gracia maravillosa. No estamos más bajo la condenación, sino bajo la libertad gloriosa que Cristo compró. Esto debe motivarnos a vivir en gratitud, a obedecer a Dios no por miedo, sino por amor, y a proclamar a otros que en Jesús hay vida eterna. Que nunca olvidemos: donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. Y esa gracia es suficiente para sostenernos cada día hasta que estemos en la presencia de nuestro Salvador.