Nuestra ciudadanía está en los cielos

Existe una ciudad celestial, donde no tendremos necesidad de sol, porque la gloria de Dios la iluminará, donde no habrá más llanto ni dolor, donde no tendremos ningún tipo de preocupación. No habrá facturas que pagar, enfermedades que enfrentar ni angustias que nos roben la paz. ¡No! No tendremos ninguno de esos aguijones de este mundo caído, sino que moraremos por toda la eternidad dando gloria y honra al soberano Dios. ¿Acaso existe una mejor recompensa que esta? Por eso, te animo a no desmayar y a esperar con fe en esa ciudadanía que Cristo nos ha preparado para siempre.

Cada día este mundo se vuelve más deseoso del mal, y nosotros no debemos ser imitadores de quienes andan sin Dios. A diferencia de ellos, hemos creído que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente, y eso nos hace diferentes. No porque seamos mejores en nosotros mismos, sino porque hemos recibido una promesa incomparable: una heredad eterna. No es cualquier herencia material que se puede perder o deteriorar, es una ciudadanía espiritual, incorruptible, reservada en los cielos para los hijos de Dios.

La Biblia dice:

20 Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo;

21 el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas.

Filipenses 3:20-21

Esperamos en un Salvador, y esta esperanza no es un cuento de hadas ni una historia inventada para darnos consuelo momentáneo. No se trata de un héroe ficticio como los que vemos en cómics, sino de un Salvador real cuyo nombre es Jesús. La gran diferencia es que Él no viene a salvarnos solo de un peligro pasajero, sino que nos salva de la condenación eterna y nos ofrece vida eterna en su presencia. Su salvación no tiene límites de tiempo, porque es para siempre, y lo más asombroso es que nos promete una ciudadanía celestial sin que lo merezcamos. Esto es posible únicamente por su gracia y misericordia.

La ciudadanía celestial no se obtiene con dinero, ni con títulos, ni con logros humanos. Se recibe únicamente por medio de la fe en Jesucristo. Él nos asegura que transformará nuestro cuerpo mortal y débil en un cuerpo glorificado semejante al suyo. Esta esperanza nos recuerda que la muerte no es el final, sino el inicio de una vida plena en la presencia de Dios. Cada lágrima será enjugada, cada dolor será quitado, y nuestra existencia será revestida de gloria.

Si alguno de ustedes tiene sed, aquí está Cristo que ofrece agua para vida eterna. Si alguno de ustedes tiene hambre, aquí está Cristo que nos sostiene con el maná del cielo. Si alguno está cansado, Cristo mismo le hará descansar. Y si alguno siente que ya no puede más, que está agotado por las cargas de este mundo perecedero, tenga paz, porque Cristo da una paz verdadera, una paz que sobrepasa todo entendimiento y que el mundo no puede ofrecer.

¡Aleluya! Que estas palabras resuenen en nuestros corazones y hagan eco en la eternidad. No estamos llamados a vivir con la mirada puesta en lo pasajero, sino en lo eterno. Cada día debemos recordar que no pertenecemos a este mundo, que nuestra verdadera patria está en los cielos, y que pronto Cristo regresará para llevarnos a la ciudad que ha preparado para nosotros.

No olvides que Cristo nos ha prometido una ciudadanía celestial. Esa promesa nos fortalece, nos motiva y nos llena de esperanza. Vivamos con la certeza de que lo mejor está por venir y que un día estaremos para siempre con nuestro Señor en la gloria eterna.

Seremos semejantes a Él
Jehová se compadece de los que le temen