Salomón dijo: «Todo lo que está debajo del cielo es vanidad, vanidad de vanidades». El hombre se afana y se afana por lograr cosas, por tener éxito, por alcanzar reconocimiento, y aunque muchas de estas cosas no son malas en sí mismas, debemos recordar que todas tienen un fin. Tienen fecha de caducidad, perecen, se desgastan, y aunque en algún momento determinado puedan satisfacernos, en la eternidad no podrán hacerlo. Por eso la invitación es clara: ¡corramos y luchemos por las cosas eternas! Que nuestro esfuerzo mayor no sea por lo que se corrompe, sino por aquello que tiene valor eterno en la presencia de Dios.
Jesús dijo algo muy importante:
35 El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
36 Pero del día y la hora nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino sólo mi Padre.
37 Mas como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre.
Mateo 24:35-37
Un día el cielo y la tierra pasarán. Todo lo que ahora consideramos importante tendrá su fin. Los bienes que hemos acumulado, los grandes edificios levantados por manos humanas, los carros lujosos, las mega casas, ¡todo llegará a su final! Y de esto debemos estar conscientes, para no aferrarnos a las cosas de este mundo como si fueran eternas. Cuando comprendemos esta verdad, aprendemos a vivir con desapego de lo material y con un corazón puesto en lo que realmente importa: nuestra relación con Dios y nuestra preparación para la eternidad.
El apóstol Pablo lo expresó con claridad en su segunda carta a los Corintios: «No mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2 Corintios 4:18). Pablo entendía que la vida cristiana no se basa en lo visible y pasajero, sino en lo invisible y eterno. Los sufrimientos, las pruebas y aun los logros de esta vida son pasajeros, pero lo que construimos en Cristo tiene un peso eterno de gloria. Por eso, debemos vivir con los ojos espirituales puestos en lo que no se ve, sabiendo que lo eterno tiene un valor infinitamente superior a lo temporal.
Jesús también nos advierte que no sabemos el día ni la hora de su venida. Esto significa que debemos estar preparados en todo momento, viviendo como peregrinos en esta tierra y esperando al Hijo del Hombre. Tal como en los días de Noé, cuando muchos se burlaban y no creían hasta que vino el diluvio, así también será en el día de su regreso. La diferencia estará en aquellos que, habiendo creído en la Palabra de Dios, se prepararon para encontrarse con el Señor.
Lo único que tenemos y que nunca pasará es: La Palabra de Dios. Todo lo demás cambiará, pero las Escrituras son firmes y eternas. Jesús afirmó con autoridad que sus palabras no pasarán, y esa es nuestra garantía de seguridad. En un mundo donde todo cambia, donde las modas, las filosofías y las ideologías se desgastan y se vuelven obsoletas, la Palabra de Dios permanece para siempre. Ella no tiene fecha de caducidad, porque procede del Dios eterno, y es capaz de producir vida eterna en todo aquel que la cree y la obedece.
Por tanto, debemos sostenernos firmemente en la Palabra de Dios y vivir cada día para Él. Aferrarnos a las promesas divinas nos dará estabilidad en medio de un mundo que se desmorona. Cuando enfrentamos pruebas, la Palabra es nuestro consuelo; cuando tenemos dudas, la Palabra es nuestra guía; cuando nos sentimos débiles, la Palabra es nuestra fortaleza. Vivir bajo la Palabra es vivir en la eternidad desde ahora, porque cada decisión guiada por ella trasciende lo terrenal y se conecta con lo eterno.
En conclusión, la vida terrenal es pasajera y todo lo material se desvanecerá, pero la Palabra de Dios es eterna y nos prepara para la gloria venidera. No nos aferremos a lo que perece, sino invirtamos nuestras fuerzas en buscar a Dios, obedecerle y proclamar su verdad. Así, cuando llegue el día en que el cielo y la tierra pasen, podremos permanecer firmes en Aquel cuyas palabras nunca pasan y cuya promesa de vida eterna es segura.