Hay quienes dejan un testamento nombrando a aquellas personas que recibirán la herencia luego de su muerte. Por supuesto, todos quieren ser nombrados en aquel testamento pero no todos lo serán. De igual manera, en los asuntos celestiales hay cosas semejantes a las terrenales. En este caso, Dios nos ha nombrado en su testamento dejándonos una herencia, y damos gloria a Dios por esto. No se trata de una herencia pasajera, limitada o sujeta a las leyes humanas, sino de una herencia eterna, incorruptible y perfecta. El Padre celestial ha decretado, desde antes de la fundación del mundo, que los que hemos creído en Cristo Jesús seamos hechos partícipes de esta herencia gloriosa.
Hay un pasaje de la Biblia que nos habla de esto:
4 Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley,
5 para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos.
6 Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: !!Abba, Padre!
7 Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo.
Gálatas 4:4-7
Este pasaje es de gran riqueza espiritual porque nos muestra la magnitud del amor de Dios. En Cristo hemos pasado de ser esclavos del pecado a ser adoptados como hijos, y si somos hijos entonces también somos herederos. Una adopción humana ya es motivo de gozo y gratitud, pero la adopción divina va mucho más allá: no solo somos aceptados en la familia de Dios, sino que además recibimos todos los derechos y privilegios que corresponden a los hijos legítimos.
Dios nos ha hecho sus hijos, y esto a través de la muerte de su Hijo en la cruz. Con su sangre Él nos ha dado vida, nos ha resucitado, dándonos una herencia eterna, un regalo eterno e incomparable. Esto debe hacernos sentir los herederos más privilegiados, puesto que nuestra herencia no se corrompe, no se contamina ni se marchita, sino que permanece guardada en los cielos para nosotros. El apóstol Pedro lo confirma cuando dice que hemos nacido de nuevo para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible.
Toda nuestra herencia celestial comienza con Cristo y termina con Cristo. Todo lo que el Padre nos ha concedido en su inmensa soberanía proviene del sacrificio del Hijo de Dios en la cruz. Aquella preciosa sangre derramada fue la pluma con la que Dios escribió nuestro nombre en aquel testamento eterno. Cada gota de sangre derramada en el Gólgota fue la confirmación del pacto de gracia, sellado no con tinta ni con firma humana, sino con el mismo sacrificio del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Ya no somos más esclavos, ya no somos más condenados, ya no somos más personas incapaces de ir ante el trono de la gracia. ¡No! El camino está totalmente abierto para nosotros. El velo del templo fue rasgado de arriba abajo como testimonio de que la entrada a la presencia de Dios ya no está restringida. Todo esto es posible porque Dios, a través de su Hijo en la cruz y de aquella sangre derramada, nos dio vida y nos ha hecho sentarnos en los lugares celestiales con Cristo Jesús. Allí, donde antes no teníamos acceso, ahora tenemos plena entrada con confianza, porque somos herederos de una salvación tan grande.
Cuán privilegiados debemos sentirnos en este momento. Nosotros, siendo inmerecedores de su gracia y perdón, hemos sido incluidos en este glorioso testamento con una herencia de vida eterna. Se nos ha escogido para darnos una herencia, no por obras, no por méritos humanos, sino por la pura gracia de Dios. Esta herencia nos asegura un futuro con Cristo, una gloria venidera que no se compara con los padecimientos del tiempo presente, y una esperanza viva que sostiene nuestra fe día tras día. ¡Vivamos, pues, como herederos de Dios, dando gloria a Aquel que nos amó primero!