El agua es esencial para la supervivencia de todas las formas de vida. Todo necesita agua para poder sobrevivir y por eso siempre decimos: «el agua es vida». Ciertamente el agua es vida, puesto que si duramos días sin tomar agua podemos llegar a la muerte. Sin embargo, el agua de este mundo es pasajera, y hay otro tipo de agua que debemos procurar, la cual es más importante y es eterna. Esta comparación entre el agua natural y el agua espiritual es clave para entender el mensaje de Jesucristo. Mientras el agua que bebemos cada día calma nuestra sed física por unas horas, el agua que Cristo ofrece calma la sed del alma para siempre.
La Biblia nos habla de Jesús y la mujer samaritana, ambos sostienen cierto tipo de conversación. Jesús llega a aquel lugar y le pide agua, entonces aquella mujer menciona el conflicto que había entre los judíos y samaritanos a lo que Jesús responde:
Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva.
Juan 4:10
Si aquella mujer se hubiese dado cuenta de quién era la persona que le estaba pidiendo agua, ella no dudaría en dársela, pues era el mismo Hijo de Dios. ¿Se imagina usted a Jesús pidiéndole agua? ¡Qué gran privilegio sería! La samaritana, ignorante de la realidad espiritual, no sabía nada de lo que estaba sucediendo en ese encuentro. Por eso en los siguientes versículos le habla a Jesús como si fuese un simple mortal, diciéndole que el pozo es hondo y que de dónde podría sacar esa agua viva.
Jesús nuevamente dice a la samaritana:
Respondió Jesús y le dijo: Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed;
mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna.
Juan 4:13-14
Obviamente aquella mujer pensaba que Jesús le hablaba del agua que mencionamos en el párrafo de introducción, sin embargo, Cristo no le estaba hablando de un agua física, le hablaba de un agua eterna. Esa agua no se encuentra en pozos ni en ríos, sino que fluye del mismo corazón de Dios para satisfacer la necesidad más profunda del ser humano.
El agua que nos ofrece Jesús salta para vida eterna. Es un agua que hace que no tengamos sed jamás, porque llena lo que ninguna otra cosa puede llenar: el vacío del alma. Al aceptar a Cristo como nuestro Señor y Salvador, bebemos de esa agua eterna. Esa experiencia transforma la vida, cambia el corazón, da un nuevo propósito y asegura la esperanza de la vida eterna. Gloria damos a Dios por Jesucristo nuestro amado Señor, que nos da el regalo del agua eterna. ¡Echemos mano cada día de esa agua!
En nuestra vida diaria podemos estar rodeados de cosas que parecen saciar: logros, dinero, entretenimiento, incluso relaciones. Todas estas cosas traen satisfacción momentánea, pero tarde o temprano dejan un vacío. Jesús, en cambio, ofrece una plenitud que no se agota. El agua viva que Él nos da es el Espíritu Santo que mora en nosotros, consolándonos, guiándonos y renovando nuestra fe. Esa fuente interna jamás se seca, porque viene directamente de la presencia de Dios.
Así como el cuerpo humano no puede sobrevivir sin agua, nuestra alma no puede vivir sin Cristo. El llamado es claro: no busquemos apagar nuestra sed en cisternas rotas, como dice Jeremías 2:13, sino vayamos a la fuente verdadera. Que cada día recordemos beber de esa agua espiritual a través de la oración, la lectura de la Palabra y la comunión con Dios. Allí encontraremos fortaleza en la debilidad, consuelo en la aflicción y esperanza en medio de las pruebas.
Hoy, Jesús sigue diciendo lo mismo que a la samaritana: “Si conocieras el don de Dios…”. Ese don está disponible para todo aquel que cree. No importa el pasado, los errores, ni la condición espiritual en la que nos encontremos. Él ofrece agua viva gratuitamente, porque en la cruz pagó el precio de nuestra redención. Aceptemos, entonces, este regalo de gracia, y permitamos que de nuestro interior fluyan ríos de agua viva, como dijo en Juan 7:38. Solo así podremos experimentar la verdadera satisfacción y la vida abundante que Cristo prometió.