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La adoración celestial

La adoración a Dios es la parte más importante para la iglesia de Cristo. La forma en que lo hacemos aquí en la tierra es solo un ensayo de lo que viviremos por la eternidad, donde le adoraremos sin interrupción en el cielo. Dios siempre ha sido celoso con la alabanza de su pueblo. En las Escrituras encontramos pasajes donde el Señor actuó con severidad cuando la adoración no fue genuina. Un ejemplo claro es el caso de Nadab y Abiú, quienes ofrecieron fuego extraño y fueron consumidos por fuego que salió de la presencia de Dios (Levítico 10). ¿Te imaginas lo delicado que es adorar a Dios? Este relato nos recuerda que no podemos acercarnos a Él de cualquier manera, sino con reverencia, obediencia y santidad.

Dios demanda de nosotros una adoración sincera, no una que salga solo de los labios mientras el corazón permanece lejos. El Señor mismo dijo acerca de Israel: «Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí» (Mateo 15:8). Con esto aprendemos que adorar a Dios no es simplemente levantar las manos, cantar un himno o repetir frases piadosas. La verdadera adoración es un estilo de vida, una entrega total donde ofrecemos nuestro ser entero como sacrificio vivo delante de Él (Romanos 12:1).

Ahora bien, ¿alguna vez te has preguntado cómo se adora en el cielo? El libro de Apocalipsis nos abre una ventana para contemplar esa adoración gloriosa:

10 los veinticuatro ancianos se postran delante del que está sentado en el trono, y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y echan sus coronas delante del trono, diciendo:
11 Señor, digno eres de recibir la gloria y la honra y el poder; porque tú creaste todas las cosas, y por tu voluntad existen y fueron creadas.

¡Qué gran adoración! Este pasaje nos enseña varios aspectos importantes:

  1. Humillarse ante Dios, reconociendo nuestra pequeñez.
  2. Depositar lo que somos y tenemos delante del trono, como lo hicieron los ancianos al echar sus coronas.
  3. Reconocer que Cristo es el Señor y que toda autoridad le pertenece.
  4. Proclamar que Él es el único digno de honra, gloria y poder.
  5. Afirmar que Él es el creador y sustentador de todas las cosas.

Cuando entendemos estos puntos, nuestra manera de adorar cambia. Ya no lo vemos como un simple acto en un culto dominical, sino como un encuentro espiritual profundo donde le damos a Dios lo que solo le corresponde a Él. La adoración no es un mecanismo humano ni una emoción pasajera, es un acto espiritual que nace de un corazón agradecido y transformado.

Un día estaremos postrados ante el trono, y por la eternidad reconoceremos su santidad. Cantaremos sin cesar: “Santo, Santo, Santo” (Isaías 6:3; Apocalipsis 4:8). Será un momento glorioso, sin tiempo, sin límites, sin distracciones, en el cual todo nuestro ser estará enfocado únicamente en Dios. Esa adoración no tendrá fin porque fuimos creados para alabar su nombre.

Mientras esperamos ese día, debemos adorar aquí con todo nuestro corazón. No se trata de perfección musical ni de grandes liturgias, sino de rendir nuestras vidas como sacrificio de alabanza. Vivamos con la certeza de que nuestra adoración terrenal es un anticipo de la adoración eterna. Alabemos con gozo, porque hemos sido creados para glorificar a Dios y disfrutar de su presencia para siempre.

La inmensidad del poder de Dios
Porque no hay nada oculto, que no haya de ser revelado
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