Una promesa de David para el hijo de Jonatán llamado Mefi-boset nos recuerda que la fidelidad y la misericordia de Dios trascienden generaciones. El libro de 2 de Samuel menciona que este joven estaba lisiado de sus dos piernas, y sin embargo recibió un lugar de honra junto al rey. Esta historia no es solo un relato histórico, sino también una lección espiritual para nosotros, que nos habla de gracia, restauración y fidelidad divina.
Debemos tener en cuenta que las promesas de Dios son eternas y permanecen para siempre. David había hecho un pacto de amistad con Jonatán, y aunque el tiempo pasó y las circunstancias cambiaron, David se mantuvo fiel a lo prometido. Así es Dios con nosotros: sus promesas no caducan, ni se anulan por nuestras limitaciones o debilidades.
Y Jonatán hijo de Saúl tenía un hijo lisiado de los pies. Tenía cinco años de edad cuando llegó de Jezreel la noticia de la muerte de Saúl y de Jonatán, y su nodriza le tomó y huyó; y mientras iba huyendo apresuradamente, se le cayó el niño y quedó cojo. Su nombre era Mefi-boset.
2 Samuel 4:4
Aquí vemos que Jonatán tenía un hijo pequeño llamado Mefi-boset. Este niño no nació con limitaciones físicas, sino que a causa de la desesperación de su nodriza, al huir tras la muerte de Saúl y Jonatán, cayó y quedó lisiado de sus dos piernas. Desde ese momento su vida cambió para siempre. Creció marcado por la tragedia, pero lo que parecía una desgracia definitiva terminó convirtiéndose en el escenario perfecto para que se manifestara la misericordia de Dios a través del rey David.
Con el tiempo, David fue confirmado como rey de Israel. Cuando todo parecía olvidado, David preguntó:
Dijo David: ¿Ha quedado alguno de la casa de Saúl, a quien haga yo misericordia por amor de Jonatán?
2 Samuel 9:1
A simple vista, parecía que no quedaba nadie de la familia de Saúl. Pero sí había uno, escondido en la tierra de Lodebar: Mefi-boset. El nombre de ese lugar significa “sin pasto”, “tierra estéril”, lo que nos recuerda cómo muchas veces la vida nos lleva a lugares de sequedad espiritual, donde pensamos que ya no hay esperanza. Allí vivía el hijo de Jonatán, cojo, olvidado y sin herencia. Pero el plan de Dios aún estaba vigente.
David mandó a buscarlo, y cuando Mefi-boset llegó ante el rey, lo hizo con temor, postrándose en el suelo. Él sabía que, en términos humanos, un descendiente de Saúl no tenía derecho alguno frente al trono de David. Pero lo que recibió no fue condena, sino gracia:
Y le dijo David: No tengas temor, porque yo a la verdad haré contigo misericordia por amor de Jonatán tu padre, y te devolveré todas las tierras de Saúl tu padre; y tú comerás siempre a mi mesa.
2 Samuel 9:7
Aquí se revela el corazón del rey: David no solo mostró compasión, sino que restauró lo perdido. Le devolvió las tierras de su abuelo, le aseguró sustento a través de los siervos de Siba, y sobre todo, lo invitó a comer permanentemente en la mesa real. Esto era mucho más que un favor pasajero: era una señal de adopción, de dignidad, de pertenencia. Mefi-boset, el lisiado, fue tratado como un hijo del rey.
La historia continúa mostrando cómo Siba, con sus hijos y siervos, trabajaría para Mefi-boset, pero él mismo tendría siempre un lugar en la mesa de David. El texto resalta varias veces esta verdad: “comía siempre a la mesa del rey”. Aunque sus pies seguían lisiados, su posición había cambiado. Ya no era un fugitivo en Lodebar, sino un invitado de honor en Jerusalén.
Este relato es un retrato de lo que Cristo ha hecho con nosotros. Estábamos lisiados espiritualmente por el pecado, viviendo en nuestra propia “Lodebar”, lejos de la presencia de Dios. Pero por amor al pacto eterno en la sangre de Jesús, el Rey de gloria nos mandó a llamar. Nos dio herencia, restauración y un lugar en su mesa. No por mérito propio, sino por su misericordia. Somos como Mefi-boset: limitados, incapaces, pero objeto de un amor que nos levanta y nos sienta en lugares celestiales con Cristo Jesús (Efesios 2:6).
Para concluir, aprendamos que así como David fue fiel a su promesa a Jonatán, mucho más fiel es nuestro Dios. Él cumple lo que promete, incluso cuando nosotros nos sentimos indignos. Tal como Mefi-boset, podemos vivir con la seguridad de que, aunque aún llevamos marcas de nuestra fragilidad, hemos sido invitados a comer en la mesa del Rey. Allí hay abundancia, identidad y dignidad. Así como Mefi-boset recibió todo por gracia, nosotros también recibimos todo en Cristo Jesús. ¡Aleluya!