Nuestra confianza no puede estar puesta en las riquezas, en la fuerza humana ni en las circunstancias de la vida, sino en el Dios Todopoderoso, el único que tiene poder para sostenernos. Cuando decimos que nuestra confianza viene del Señor, reconocemos que es Él quien nos guarda, nos da la valentía que no tenemos y nos capacita para derribar todo obstáculo que quiera levantarse en contra de su propósito en nuestras vidas.
Hay momentos donde el camino parece frágil y delicado, como si camináramos en medio de un terreno incierto, pero allí está el Señor tomándonos de la mano. Cuando nos encontramos rodeados de oscuridad, su luz nos alumbra y nos muestra la dirección correcta. Por eso, cuando confiamos plenamente en Él, no tenemos que temer ni al hombre ni a las adversidades, porque sabemos que Dios va con nosotros.
No debemos soltar nunca las manos poderosas de nuestro Dios, ni apartar nuestra mirada de su presencia. El mundo constantemente trata de distraernos, de que pongamos nuestra esperanza en otras cosas, pero la realidad es que sin Dios nada somos, ni nada podemos hacer. Cada aliento que respiramos es un regalo de su misericordia, cada paso que damos es sostenido por su gracia. Demos gracias continuamente por su cuidado y por ese amor perfecto que nunca falla. Confiemos que las manos del Dios eterno nos acompañarán todos los días de nuestra vida y que en su presencia siempre estaremos seguros.
El salmista lo entendió de esta manera y escribió palabras que hoy siguen fortaleciendo a los hijos de Dios:
Aunque un ejército acampe contra mí,
No temerá mi corazón;
Aunque contra mí se levante guerra,
Yo estaré confiado.Salmos 27:3
¡Qué declaración de fe tan poderosa! David sabía lo que era enfrentar enemigos reales, ejércitos poderosos y batallas que humanamente parecían imposibles de ganar. Sin embargo, no confiaba en su espada, ni en sus soldados, ni en sus habilidades de guerra, sino en el Dios que lo había escogido y ungido. Por eso podía decir con seguridad: “Yo estaré confiado”.
Nosotros también podemos apropiarnos de estas palabras. Quizás no enfrentemos ejércitos con lanzas y caballos, pero sí enfrentamos guerras en la mente, enfermedades, problemas familiares, crisis económicas o ataques espirituales. En medio de todo esto, Dios sigue siendo nuestro refugio y fortaleza, el que pelea por nosotros y nos defiende. Si ponemos nuestra confianza en Él, podremos atravesar las tormentas de la vida con la certeza de que no estamos solos.
El ejemplo del salmista David es un recordatorio de lo que significa depender totalmente del Señor. A pesar de sus errores y debilidades, David nunca dejó de reconocer que su fuerza provenía de Dios. En los momentos de angustia clamaba al Señor, en las victorias daba gloria a Dios, y en la soledad buscaba refugio en su presencia. Su vida nos enseña que la verdadera confianza se forja en la relación íntima con Dios, en la oración y en la adoración constante.
La pregunta que surge es: ¿podemos nosotros tener la misma confianza que David? La respuesta es sí. El mismo Dios que estuvo con él también está con nosotros. El mismo Dios que cerró la boca de los leones en el foso de Daniel, que abrió el Mar Rojo para que el pueblo de Israel pasara en seco, que resucitó a Lázaro y que levantó a Jesús de entre los muertos, es el Dios que hoy nos sostiene y nos promete estar con nosotros todos los días hasta el fin.
Conclusión: La confianza en Dios no es algo opcional para el creyente, es una necesidad vital. En un mundo lleno de incertidumbre, Él sigue siendo nuestra roca firme e inamovible. Por eso, en lugar de mirar con temor lo que está a nuestro alrededor, pongamos nuestros ojos en el Señor y repitamos con fe las palabras del salmista: “Aunque un ejército acampe contra mí, no temerá mi corazón”. Dios nos cuida, nos protege y nos sostiene con su diestra poderosa. Confiemos en Él y seremos inquebrantables.