En el Señor encuentras paz y restauración

A veces no queremos reconocer que sin Dios no somos nada, y muchas personas creen que sin la ayuda de Dios pueden sobrevivir, pero no es así. Dios es quien lo puede todo, mientras que nosotros, con nuestras propias fuerzas, somos limitados y frágiles. La autosuficiencia es uno de los mayores engaños del ser humano, pero la verdad es que dependemos totalmente del Creador. El mismo aire que respiramos es un regalo suyo. La vida misma se sostiene por su misericordia, y apartados de Él no podemos dar fruto ni tener propósito verdadero.

Dios es quien lleva todas nuestras cargas, nos liberta de todo pecado. Esto ocurre cuando nos acercamos a Él en humildad, cuando reconocemos que solos no podemos vencer nuestras batallas. Pero cuando no lo hacemos, el peso del pecado y las cargas diarias nos atacan una y otra vez, debilitando el alma hasta llevarla a la desesperación. Solo en Cristo encontramos descanso verdadero, porque Él ya llevó nuestras culpas en la cruz y venció al enemigo que quería mantenernos atados.

Por eso Jesús dijo algo muy importante:

Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados,
y yo os haré descansar.

Mateo 11:28

Todas estas palabras, dichas por el mismo Jesús, nos revelan el amor profundo de Dios hacia nosotros. Él abre sus brazos para recibirnos con nuestras cargas, cansados, débiles y quebrantados. No nos rechaza, no nos señala, no nos condena. En lugar de eso, nos ofrece descanso, paz y restauración. Él es nuestro verdadero consolador, el que sostiene y renueva nuestras vidas cuando sentimos que ya no podemos más. No hay carga demasiado pesada que Cristo no pueda levantar de nuestros hombros.

Dios estará con todos nosotros hasta el final. Él traerá paz en medio de la tormenta, nos dará nuevas fuerzas cuando estemos afligidos y será nuestro amparo en los momentos de mayor vulnerabilidad. Nunca debemos dudar de su poder ni de su misericordia. Isaías 41:10 lo confirma: “No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia”. Ese es el compromiso eterno de Dios con sus hijos.

Estas promesas se hacen realidad cuando tomamos la decisión de seguir a nuestro amado Señor. Al rendir nuestra vida a Él, somos restaurados, nuestros pecados son quitados y recibimos una libertad que el mundo no puede dar. Ese peso que nos agobiaba, esa carga que nos debilitaba día tras día, y esa tristeza que llenaba nuestro ser hasta las lágrimas, todo eso Dios lo quita para que caminemos en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Cristo rompe las cadenas del enemigo y abre un camino nuevo lleno de esperanza.

Por eso debemos dar gloria a Dios cada día, por libertarnos, por derribar las murallas que nos aprisionaban, por quitar las cadenas que nos ataban al mundo y que nos mantenían ciegos. El apóstol Pablo escribió que antes estábamos muertos en nuestros delitos y pecados, pero que Dios nos dio vida juntamente con Cristo (Efesios 2:5). Ese milagro de la gracia debe motivarnos a vivir agradecidos y conscientes de que sin Él no tendríamos salvación ni propósito.

Un día, Dios vino a nuestras vidas y quitó las vendas de nuestros ojos espirituales. Entonces comprendimos que Él era la verdadera luz que necesitábamos. Esa luz disipó las tinieblas y nos mostró un nuevo camino. Ahora ya no vivimos esclavizados por el pecado ni atrapados en la desesperanza, sino que caminamos en la libertad de su Espíritu. Jesús dijo en Juan 8:36: “Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres”. Esa libertad es completa, profunda y eterna.

Alabemos el nombre del Señor Dios Todopoderoso, rindamos a Él adoración porque es bueno y porque para siempre es su misericordia. Cada día, Dios alumbra nuestros caminos y nos llena de su paz, que fluye como un río de agua viva en nuestro interior. Esa paz no depende de las circunstancias externas, sino de la presencia del Espíritu Santo en nosotros. Por eso, aun en medio de pruebas, podemos levantar nuestras manos y declarar: “A Ti, Señor, sea toda la gloria”. Que cada respiración, cada acción y cada palabra sea un acto de adoración al Dios que nos salvó y nos sostiene.

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