Nos han enseñado la falsa idea de que todos somos cristianos y esto por la sencilla idea de que aquellos quienes enseñan tal cosa, viven ignorantes del significado de esta gran palabra. ¿Cómo podemos ser cristianos y no cumplir o hacer como Cristo y los apóstoles nos enseñaron? No hay ningún tipo de comunión entre estas cosas.
Nos han enseñado que para ser realmente cristianos debemos ser el primero en llegar a la iglesia, el diezmador más sólido de la iglesia o quizá una persona sin criterio, humilde hasta el punto de estar de acuerdo con cualquier idea sin importar que esta apunte en contra de las Escrituras.
Se nos ha enseñado superficialmente que la santidad es una vestimenta y la hemos disfrazado de religiosidad con un poco de ingrediente fariseo.
Nos hemos llegado a parecer tanto a los escribas y fariseos, que nos vemos muy limpios por fuera y olvidamos los ingredientes más importantes del cristianismo: “Paz, amor, santidad, gozo, fe, esperanza, etc”.
Se nos ha enseñado un cristianismo tan superficial que practicamos el amor de frente, pero tiramos cosas en la espalda de nuestros hermanos.
Cristo enseñó algo totalmente diferente y en esto se puede resumir todo el cristianismo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
Lo cierto es que si no tenemos la capacidad de amar a nuestro prójimo, no importan los diezmos, las ofrendas, la puntualidad, y la supuesta santidad disfrazada de religiosidad.
Cuando analizamos el verdadero mensaje de Jesús, notamos que no se centraba en apariencias, sino en la transformación interior del corazón. El mismo Señor reprendió fuertemente a los fariseos porque aparentaban piedad, pero por dentro estaban llenos de maldad. De nada sirve levantar las manos en un culto si al salir seguimos criticando y dañando a nuestro hermano. El cristianismo no es una religión de fachada, sino una relación viva con Cristo que se manifiesta en hechos de amor y verdad.
El apóstol Pablo insistió en que la fe sin amor es como metal que resuena. Él enseñó que podemos hablar lenguas angelicales, entregar todos nuestros bienes, incluso dar nuestra vida, pero si no hay amor, nada de eso tiene valor. Este principio debería sacudirnos, porque nos recuerda que Dios mira más allá de lo externo y escudriña lo más profundo del corazón humano.
Hoy en día muchos confunden el ser cristiano con cumplir ciertos ritos o tradiciones, pero Jesús no llamó a las multitudes a practicar un ritual, sino a negarse a sí mismos, tomar la cruz cada día y seguirle. Eso significa vivir en obediencia, en entrega y en dependencia diaria de Dios. Ser cristiano implica reflejar a Cristo en nuestro carácter, en nuestras palabras y en nuestras acciones.
La verdadera santidad no se mide por el largo de la vestimenta, ni por la cantidad de veces que asistimos a un templo, sino por la pureza de corazón y la obediencia a la Palabra de Dios. Jesús dijo que los verdaderos adoradores son aquellos que adoran al Padre en espíritu y en verdad, no en apariencia ni en hipocresía.
Si amamos a Dios, automáticamente se reflejará en cómo tratamos a nuestro prójimo. El amor nos lleva a perdonar, a servir, a dar sin esperar nada a cambio y a caminar en justicia. Esa es la esencia del cristianismo que Jesús nos dejó como legado.
Conclusión: El llamado es a dejar atrás un cristianismo superficial y volver al fundamento: amar a Dios y amar al prójimo. Si realmente vivimos estos dos mandamientos, cumpliremos con la esencia de todo el evangelio. No nos dejemos engañar por apariencias ni por religiosidad vacía; busquemos reflejar en nuestras vidas la verdadera luz de Cristo, aquella que transforma corazones y que muestra al mundo que somos diferentes, no por lo que aparentamos, sino por lo que somos en Cristo.