El hombre que anda cometiendo perversidades y atrocidades es aborrecido por Dios, porque sus obras están en completa oposición a la santidad divina. Las Escrituras son claras al respecto: el Señor ama la justicia y la verdad, pero detesta la maldad, la mentira y la soberbia. Aquellos que usan su lengua para propagar el mal, que con sus palabras destruyen, engañan o humillan, demuestran un corazón corrompido y alejado del Creador. Estos individuos no solo caminan en oscuridad, sino que se convierten en instrumentos del enemigo para sembrar división, dolor y pecado en el mundo. La boca perversa es reflejo de un alma impía, y la arrogancia es la raíz de la rebelión contra Dios.
El hombre arrogante o altivo es mirado de lejos por el Señor. La Biblia enseña que Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes (Santiago 4:6). El arrogante confía en su propio entendimiento, se cree superior y menosprecia a los demás, olvidando que toda sabiduría proviene de lo alto. En el libro de los Proverbios, Salomón nos enseña que quienes caminan por el sendero del orgullo jamás podrán alcanzar la verdadera sabiduría, porque esta solo habita en un corazón dócil y reverente. La soberbia ciega, mientras que la humildad abre los ojos al entendimiento espiritual. El sabio reconoce su necesidad constante de Dios; el necio se cree autosuficiente y termina cayendo.
El temor de Jehová es aborrecer el mal;
La soberbia y la arrogancia, el mal camino,
Y la boca perversa, aborrezco.Proverbios 8:13
Este versículo revela el corazón de la sabiduría divina. Temer a Dios no significa tenerle miedo, sino honrarle, respetarle y vivir conscientes de Su grandeza. Quien teme a Jehová, aborrece el mal porque comprende cuán destructivas son las obras de la iniquidad. La soberbia, la arrogancia y las palabras corruptas son ofensas directas contra el carácter santo de Dios. Él aborrece estos comportamientos porque destruyen la armonía espiritual y conducen al alma por caminos de perdición. La verdadera sabiduría no puede coexistir con el pecado; una mente perversa jamás podrá recibir entendimiento celestial. Por eso, el sabio se aparta del mal y procura caminar conforme a la justicia.
Es importante entender que el hombre malo, aunque intente hacer cosas aparentemente buenas, nunca podrá agradar a Dios mientras su corazón permanezca dominado por el orgullo. Sus obras carecen de sinceridad, porque no nacen del amor, sino del ego. El arrogante puede engañar a los hombres con apariencias, pero ante Dios todo está descubierto. El día del juicio, los soberbios serán humillados, y los humildes serán exaltados. Así lo declara el Señor: “Porque cualquiera que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Lucas 14:11). Esta es una ley espiritual inmutable: el orgullo precede a la caída, pero la humildad abre el camino a la gracia.
Para ser hombres y mujeres de bien, debemos cultivar la humildad y la obediencia al Señor. Agradar a Dios no depende de nuestros logros, sino de un corazón transformado por Su Espíritu. Cada día debemos examinar nuestras palabras, nuestros pensamientos y nuestras actitudes, pidiendo al Señor que nos limpie de toda soberbia y arrogancia. El creyente sabio no busca exaltarse, sino reflejar el carácter de Cristo, quien siendo el Hijo de Dios, se humilló a sí mismo y fue obediente hasta la muerte. Esa es la verdadera grandeza que Dios aprueba: la humildad que nace del amor y la reverencia hacia Él.
El temor del Señor es el principio de toda sabiduría. Si queremos agradarle, debemos alejarnos del mal camino y cuidar nuestras palabras. La boca perversa, el orgullo y la arrogancia son señales de un corazón enfermo. Pero el Espíritu Santo puede renovar nuestra mente y transformar nuestro interior si nos rendimos ante Dios. Cada vez que elegimos callar antes que murmurar, perdonar antes que vengarnos, o servir antes que exaltarnos, estamos caminando en sabiduría. El Señor se complace en los corazones humildes y rectos, y promete bendecir a quienes se apartan de la iniquidad.
Tomemos esta enseñanza con seriedad. Vivimos en un mundo donde la soberbia es celebrada y la arrogancia es vista como fortaleza, pero en el Reino de Dios los valores son diferentes. La grandeza no está en dominar, sino en servir; no en hablar mucho, sino en tener palabras llenas de gracia; no en buscar reconocimiento, sino en vivir para la gloria de Dios. Dejemos atrás la altivez, el mal camino y la boca perversa, y revistámonos del carácter de Cristo. Así seremos vistos con agrado delante del Señor, y nuestra vida será un reflejo de Su sabiduría y Su justicia. Amén.

