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El libro de Apocalipsis concluye con una revelación gloriosa acerca del destino de los santos y una advertencia solemne para los impíos. En el último capítulo, el apóstol Juan, fiel siervo del Señor, nos muestra una visión de esperanza, pureza y juicio. Allí se describe el esplendor de la nueva Jerusalén, la morada eterna de los redimidos, donde no habrá llanto ni muerte, y donde solo entrarán aquellos que han lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero. Esta es la promesa para los que han sido limpios de corazón, los que perseveraron en la fe y vivieron conforme a la Palabra de Dios.
Sin embargo, Juan también deja claro que no todos podrán disfrutar de estas maravillas celestiales. El gran juicio del Señor se manifestará con poder y justicia sobre los pecadores que se negaron a arrepentirse. El Reino de los Cielos no es un lugar abierto para toda clase de personas, sino para los que han sido transformados por la gracia y la obediencia. Los que aman el pecado, los que viven en mentira y rebelión, quedarán fuera de la ciudad santa.
Mas los perros estarán fuera, y los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras, y todo aquel que ama y hace mentira.
Apocalipsis 22:15
Estas palabras son firmes y categóricas. Dios, en Su infinita justicia, no puede permitir que la maldad tenga parte con la santidad. En este versículo, se mencionan seis tipos de pecadores que serán excluidos del Reino de los Cielos. Los “perros” representan a los impuros, a los que viven sin dominio propio, siguiendo los deseos carnales. Los “hechiceros” son los que buscan poder fuera de Dios, recurriendo a lo oculto y a lo prohibido. Los “fornicarios” simbolizan la inmoralidad sexual y la corrupción del cuerpo y del alma. Los “homicidas” son los que quitan la vida, pero también los que odian en su corazón. Los “idólatras” son los que rinden culto a cosas creadas, poniéndolas por encima del Creador. Y, finalmente, los que “aman y hacen mentira”, los hipócritas y engañadores, cuya vida está llena de falsedad y desobediencia.
El apóstol Juan no escribe esto con el propósito de infundir miedo, sino para advertirnos y llamarnos al arrepentimiento. El tiempo de la gracia aún está abierto, pero llegará el momento en que las puertas se cerrarán y no habrá más oportunidad para cambiar. Este mensaje no debe ser tomado a la ligera: Dios es amor, pero también es fuego consumidor. Su misericordia está disponible para todo aquel que se humilla, pero Su juicio caerá sobre los que endurecen su corazón.
El versículo que hemos leído deja una clara distinción entre los que estarán dentro y los que quedarán fuera. Los redimidos, los lavados en la sangre del Cordero, habitarán en la presencia de Dios, mientras que los impíos serán apartados. Este contraste refleja la santidad de Dios y Su perfección moral. El cielo no será contaminado por el pecado, y todo lo que ofenda Su gloria será excluido para siempre. Por eso, cada creyente debe examinar su vida, limpiar su corazón y vivir en obediencia, esperando con fe la venida de Cristo.
La Escritura nos recuerda que “bienaventurados los que lavan sus ropas” (Apocalipsis 22:14), porque ellos tendrán derecho al árbol de la vida y podrán entrar por las puertas de la ciudad. Este es el contraste glorioso con el versículo 15: mientras los impíos son echados fuera, los santos entran a gozar de la eternidad con su Señor. Esta esperanza debe impulsarnos a permanecer firmes, a no conformarnos con el mundo, sino a vivir en santidad y fidelidad.
Amados hermanos, el mensaje final de Apocalipsis es un llamado urgente: purifica tu vida hoy. No permitas que el pecado te aparte de la promesa celestial. Cristo viene pronto, y con Él trae Su galardón. Las puertas de la Nueva Jerusalén se abrirán para los fieles, pero se cerrarán para los que amaron la mentira y la maldad. Decide hoy ser contado entre los limpios de corazón, entre los que servirán al Cordero por los siglos de los siglos. ¡Adora a Dios y guarda Su Palabra hasta el fin, porque Su juicio es justo y Su misericordia eterna! Amén.
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