Toda persona vanidosa y codiciosa tiene el corazón puesto en las cosas terrenales. Su mente y su deseo giran únicamente en torno a lo material, a las riquezas, al prestigio y al poder. Este tipo de persona se levanta cada día con la mirada puesta en lo temporal, sin pensar en la eternidad, buscando solo lo que satisface sus deseos momentáneos. Olvida que todo lo que el mundo ofrece es pasajero y que solo lo espiritual permanece para siempre. La vanidad, la codicia y la soberbia son trampas que alejan al hombre de Dios, y aunque parezcan pequeños defectos, son grandes barreras entre el alma y el Creador. La Escritura es clara al respecto: “No podéis servir a Dios y a las riquezas.”
El corazón humano, cuando se llena de codicia, se vuelve insaciable. Siempre quiere más, siempre busca tener y poseer. Pero el Señor no se agrada de tal actitud, porque el afán por las riquezas terrenales corrompe el alma y aparta la mirada del propósito eterno. El hombre que vive para acumular, vive esclavo de sus propios deseos. Pierde el gozo, la paz y la comunión con Dios, porque su atención está dividida. Jesús mismo enseñó que “donde esté vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón”. Si nuestro tesoro está en lo terrenal, allí estará también nuestro corazón, lejos del cielo y cerca del polvo.
El apóstol Santiago, movido por el Espíritu Santo, nos ofrece una advertencia severa sobre este tipo de actitud. Él escribe a los creyentes para exhortarlos a no vivir en soberbia, a no confiar en las riquezas ni a jactarse de los logros personales. Nos recuerda que toda vanagloria humana es vacía y pasajera:
Pero ahora os jactáis en vuestras soberbias. Toda jactancia semejante es mala;
Santiago 4:16
En este pasaje, Santiago está señalando una realidad muy común: las personas que se glorían en sus planes, en su inteligencia, en sus proyectos, olvidando que todo depende de la voluntad de Dios. Algunos decían con orgullo: “Mañana iremos a tal ciudad, ganaremos dinero y haremos esto o aquello.” Pero olvidaban reconocer que solo si Dios lo permite podrán hacerlo. Esta actitud muestra una autosuficiencia peligrosa, una confianza equivocada en las propias fuerzas. El Señor quiere que reconozcamos nuestra dependencia de Él en todo momento, que entendamos que sin Su dirección nada tiene valor ni propósito eterno.
Santiago también reprende a los que piden sin sabiduría, a los que oran únicamente movidos por sus deseos carnales. Dice el apóstol: “Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites.” Esto revela el corazón egoísta del hombre que busca a Dios solo para obtener beneficios personales. Pero el Señor no es un medio para conseguir placeres, sino el fin mismo de nuestra búsqueda. Cuando pedimos conforme a Su voluntad, Él responde; pero cuando pedimos desde la vanidad, el silencio de Dios es también una respuesta. La oración sincera siempre busca Su gloria, no la nuestra.
Dios desea que Su pueblo viva con humildad, reconociendo que toda bendición viene de lo alto. La verdadera prosperidad no está en tener bienes, sino en tener comunión con Él. Los hombres y mujeres que entienden esto caminan en paz, confiando en que el Señor suplirá todas sus necesidades conforme a Sus riquezas en gloria. No necesitan jactarse de lo que tienen, porque saben que todo le pertenece a Dios. No acumulan tesoros en la tierra, sino en el cielo, donde ni la polilla ni el ladrón pueden destruirlos. La codicia es un lazo, pero la gratitud es libertad.
Querido hermano, si has estado pidiendo cosas que no edifican, si tu corazón se ha inclinado más hacia lo material que hacia lo espiritual, hoy es el momento de volver al Señor. Él no te condena, sino que te llama a poner tus ojos en lo eterno. Busca primeramente el reino de Dios y Su justicia, y todas las demás cosas serán añadidas. No hay necesidad de afanarse, porque nuestro Padre celestial conoce de qué cosas tenemos necesidad. La vida no consiste en la abundancia de los bienes, sino en la abundancia de Su presencia en nuestro corazón.
Por eso, pidamos al Señor sabiduría para no caer en la vanidad y la codicia. Agradezcamos por lo que tenemos y usemos nuestras bendiciones para servir, no para jactarnos. Todo lo que poseemos debe glorificar a Dios. El éxito sin humildad es ruina, pero la pobreza con fe es riqueza eterna. Así que no pongamos nuestro corazón en las cosas de este mundo, sino en las promesas celestiales que nunca perecen. Que nuestra oración sea siempre: “Señor, dame un corazón humilde, que busque primero Tu reino y que halle contentamiento en Tu voluntad.” Solo así caminaremos en verdadera paz y bendición.

