Demos alabanzas a nuestro Dios, quien es maravilloso y digno de toda gloria. Elevemos nuestros corazones en gratitud, porque Él ha sido fiel en cada temporada de nuestras vidas. No hay palabras suficientes para expresar la grandeza del Señor, ni cánticos que alcancen a describir Su poder, Su bondad y Su misericordia. Cuando meditamos en todo lo que Él ha hecho, el alma se llena de gozo y brota espontáneamente un cántico de adoración. Así como los hijos de Israel celebraban las victorias del Señor con instrumentos y voces, también nosotros debemos alabarle hoy con gratitud, con corazón sincero y labios llenos de fe. Dios es digno de alabanza porque Su amor no tiene fin y Su fidelidad permanece para siempre.
Desde los tiempos antiguos, el pueblo de Dios ha levantado cánticos de adoración reconociendo Su poder. En cada generación, Dios ha mostrado Su mano poderosa, guiando, salvando y restaurando a Su pueblo. Por eso, cuando decimos “alabemos al Señor”, no lo hacemos por costumbre o por emoción, sino porque sabemos que Él ha sido nuestro refugio y ayuda constante. Cada alabanza que sale de nuestros labios es una ofrenda de agradecimiento al Creador. Él nos ha ayudado a seguir adelante cuando las fuerzas han faltado, ha sido el sostén en medio de la tormenta y la luz en los momentos de oscuridad.
El salmista, al meditar en la grandeza de Dios, declaró palabras que siguen siendo una fuente de consuelo y esperanza para todos los creyentes:
La alabanza no solo es una expresión de gratitud, sino también un arma espiritual poderosa. Cuando levantamos nuestras voces al cielo, las cadenas se rompen y la presencia del Señor desciende. Pablo y Silas lo experimentaron en la cárcel cuando, en medio del dolor, decidieron cantar himnos al Señor, y las puertas se abrieron milagrosamente. Así también nosotros debemos alabarle incluso en las pruebas, porque Él sigue siendo bueno, aun cuando no entendemos todo lo que ocurre. La alabanza mueve la mano de Dios y cambia el ambiente espiritual a nuestro alrededor.
Hermanos, reconozcamos la grandeza de nuestro Dios. Alabemos Su nombre con alegría, con gratitud y con reverencia. Que nuestras vidas sean una melodía constante de adoración. Recordemos siempre que este Dios es Dios nuestro eternamente y para siempre, y que Su guía no termina con esta vida, sino que nos llevará aun más allá de la muerte. Él reina por los siglos de los siglos, y ante Su trono toda rodilla se doblará. Exaltemos, pues, Su nombre y proclamemos que no hay otro como Él. ¡Alabado sea el Señor, nuestro Rey eterno y Salvador glorioso!