Es bueno que cada día nos esforcemos por ser agradables ante nuestro Señor, porque esto refleja un corazón obediente y dispuesto a caminar bajo Su voluntad. Agradar a Dios no se trata solo de palabras o apariencias, sino de vivir con integridad, con una fe genuina y con amor en todo lo que hacemos. Cuando buscamos agradarle, estamos demostrando que reconocemos Su autoridad sobre nuestras vidas y que deseamos cumplir con Su propósito. No hay mayor meta para el creyente que vivir de tal forma que el Padre celestial se complazca en nosotros, como se complació en Su Hijo amado Jesucristo.
Ser agradables a Dios significa actuar con humildad, justicia y verdad. Significa tomar decisiones basadas en lo que honra Su nombre, incluso cuando el mundo nos invita a lo contrario. Cada día tenemos la oportunidad de reflejar el carácter de Cristo en nuestro trato con los demás, en nuestras palabras, en nuestro trabajo y en nuestro servicio a la iglesia. No se trata de perfección humana, sino de una disposición sincera del corazón que busca hacer la voluntad divina por amor, no por obligación. Cuando vivimos de esta manera, la paz de Dios habita en nosotros y Su favor nos acompaña en todo momento.
El apóstol Pablo lo expresó claramente al escribir a los corintios:
Hay una gran bendición en vivir para agradar a Dios. Cuando nuestras prioridades giran en torno a Él, nuestras vidas se ordenan y encontramos verdadera paz. El Señor promete recompensar a quienes buscan complacerle. En Hebreos 11:6 leemos que “sin fe es imposible agradar a Dios”, lo que nos recuerda que la fe es el fundamento de toda obediencia. No podemos agradarle solo con obras externas; debe haber fe genuina, amor sincero y humildad en nuestro interior. A Dios no le impresiona lo que hacemos de manera superficial, sino lo que fluye de un corazón rendido ante Él.
Pablo exhortaba a los corintios a estar preparados para aquel día en que todos nos presentaremos ante el tribunal de Cristo. Esa preparación no se logra de la noche a la mañana; se cultiva día tras día, en la oración, en el servicio, en la obediencia y en la fe. Cada decisión correcta, cada acto de amor, cada renuncia por causa de Cristo, es una semilla que agradará al Señor y dará fruto para Su gloria. Cuando vivimos de esta manera, no solo experimentamos Su aprobación, sino también Su dirección y Su protección constante.
Hoy, más que nunca, esta exhortación sigue siendo vigente. Vivimos en tiempos donde el mundo busca agradar a los hombres antes que a Dios, donde muchos prefieren la aprobación temporal antes que la eterna. Pero el cristiano verdadero debe mantenerse firme, procurando agradar al Señor en todo. No se trata de ganar Su amor —porque ya lo tenemos—, sino de responder a ese amor con gratitud y fidelidad. El Señor Jesús dijo: “El que me ama, guarda mis mandamientos”, y esa es la mayor expresión de agrado