Cuando nos alejamos de la presencia del Señor, nuestro corazón comienza a enfriarse y a perder la sensibilidad espiritual que nos mantiene firmes en la fe. Ese alejamiento nos lleva a actuar de maneras contrarias al carácter de Cristo: nos volvemos más críticos, más impacientes y, con el tiempo, más propensos a murmurar y juzgar a los demás. Este comportamiento no pasa desapercibido ante los ojos de Dios. Él conoce los pensamientos más profundos del corazón humano y se duele cuando ve a Sus hijos hablar mal de otros, especialmente de sus propios hermanos en la fe.
Murmurar no es algo pequeño. Es una actitud que nace de un corazón lleno de orgullo y falta de amor. La murmuración destruye comunidades, apaga el amor fraternal y divide lo que Dios ha querido unir. Cuando criticamos a otros en secreto, cuando sembramos dudas sobre su carácter o nos burlamos de sus errores, no solo dañamos a esa persona, sino que también nos hacemos daño a nosotros mismos. El corazón que murmura se aleja poco a poco de la gracia y termina endureciéndose, incapaz de reconocer su propio pecado.
La Biblia nos enseña que debemos usar nuestras palabras para edificar, no para destruir. El apóstol Pablo escribió en Efesios 4:29: “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes.” Si nuestras palabras no edifican, entonces no provienen del Espíritu Santo. Por eso, cada vez que sintamos la tentación de murmurar, debemos detenernos y recordar que nuestras palabras tienen poder, poder para bendecir o para herir. Y un corazón lleno del amor de Dios siempre elegirá bendecir.
La murmuración muchas veces surge del enemigo, que busca sembrar discordia entre los hijos de Dios. El diablo sabe que un pueblo dividido no puede avanzar en la obra del Señor, y por eso incita al chisme, la crítica y el juicio injusto. Pero el creyente sabio debe resistir al enemigo, como dice Santiago 4:7: “Resistid al diablo, y huirá de vosotros.” Si permanecemos en comunión con Dios, el Espíritu Santo nos dará dominio propio y nos recordará que callar a tiempo también es una forma de sabiduría. No devolvamos mal por mal ni palabra por palabra, sino respondamos con mansedumbre y amor, como lo hizo Cristo ante Sus acusadores.
Hermanos, no olvidemos que Dios no se agrada de los que murmuran. Él desea corazones humildes, dispuestos a perdonar, a comprender y a interceder por los demás. En lugar de hablar mal de alguien, oremos por esa persona. Si vemos una falta en un hermano, acerquémonos con amor y corrección fraterna, no con juicio. Jesús nos enseñó que debemos quitar primero la viga de nuestro ojo antes de intentar sacar la paja del ojo ajeno (Mateo 7:3-5). Cuando aplicamos este principio, descubrimos que todos necesitamos gracia, y esa verdad nos libra de murmurar.
Así que, si en algún momento te has visto envuelto en la murmuración, pídele perdón a Dios y decide cambiar. Llena tu corazón con la Palabra del Señor, porque “de la abundancia del corazón habla la boca.” (Mateo 12:34). Que tus palabras sean siempre un reflejo de Cristo, palabras que sanan, que reconcilian y que fortalecen la fe de los demás. Y recuerda: quien guarda su lengua guarda su alma de angustias (Proverbios 21:23). Acerquémonos a Dios cada día más, purifiquemos nuestros corazones y humillémonos delante del Señor, y Él nos exaltará. Amén.