Los Siete Estornudos

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charles spurgeon 2

El niño estaba muerto. Aunque era el don especial de la promesa divina, y, por tanto, era doblemente apreciado por sus padres, el pequeño niño no estaba exento de los riesgos comunes de la vida. Él se encontraba en el campo de la siega al calor del día, y la insolación lo hirió. El padre le ordenó a uno de sus jóvenes criados que lo llevara a casa, pero murió sentado en las rodillas de su madre. La valerosa mujer estaba transida de dolor, pero, llena de energía y de espíritu, cabalgó en busca de Eliseo, el hombre de Dios, para hablarle de su dolor, para echarle en cara la bendición de corta vida que había recibido a través de las oraciones de Eliseo. Ella se cobijó en el profeta en la hora de su amarga aflicción, y él se apiadó de su dolor maternal de todo corazón. Eliseo se apresuró al aposento donde el niño se encontraba tendido sobre una cama, y allí, solo, ejercitó el poder sagrado de la oración: una y otra vez luchó, y al fin prevaleció, así que en el caso de la feliz sunamita fue cierto que «las mujeres recibieron sus muertos mediante resurrección». Tal es el poder de la fe cuando usa el arma de la oración confiada: aun las puertas del sepulcro no pueden prevalecer contra ella.

El modo de operación del profeta cuando se tendió sobre el niño y puso su boca sobre la boca del muchacho, «y sus ojos sobre sus ojos, y sus manos sobre las manos suyas», está lleno de instrucción. La vida espiritual es el don de Dios, pero si los muertos han de ser resucitados por nuestro medio, debemos entrar en una identificación de corazón con ellos; debemos crear un contacto espiritual, e identificarnos en gran medida con aquellos a quienes queremos bendecir. El Espíritu Santo obra por medio de aquellos que sienten que darían sus vidas por el bien de otros, y quisieran impartirles no solamente sus bienes y sus instrucciones, sino darse también ellos mismos para que de todos modos salven a algunos.

La primera clara evidencia de que el niño había sido restaurado a la vida fueron sus estornudos. Sin duda, eso regocijó grandemente el corazón del profeta. También nosotros, que buscamos el bien de otros, nos exultamos grandemente cuando nos vemos favorecidos de ver señales de gracia en aquellos por cuyo bien laboramos. En todas las reuniones evangelísticas la gente entregada debería estar muy atenta buscando a las personas convictas de pecado, o con una conciencia despierta, o que de cualquier otra manera hubiesen experimentado el poder del Espíritu dador de vida. Sería bueno que estas personas vigilaran con ojos instruidos para que no buscaran lo que nunca podrían encontrar, ni pasaran por alto aquello que les debería dar una convincente evidencia. Podemos discernir más fácilmente las señales de la vida natural que las señales de la vida espiritual; requerimos de práctica y experiencia en referencia a este asunto más misterioso, pues de otra manera podríamos causarnos gran dolor a nosotros mismos y a aquellos a quienes queremos favorecer. Posiblemente podamos recibir instrucción de las señales de vida que bastaron al profeta: el niño estornudó siete veces.

Esta evidencia de vida era muy simple. Nada está más exento de artificio que un estornudo. Está muy lejos de ser artificial porque es un reflejo involuntario. Como regla, estornudamos, no porque lo queramos, sino porque tenemos que hacerlo. Ninguna instrucción, educación, talento, o saber, son necesarios para un estornudo, ni tampoco para una serie de siete estornudos; es tanto el acto de un niño, o de un ignorante campesino, como lo es de un filósofo o de un teólogo. Eliseo no pidió ninguna evidencia adicional de vida. No exigió que el niño repitiera un salmo, o caminara un kilómetro, o se subiera a un árbol; sabía que estaba vivo, aunque el acto de la vida recién otorgada fuera del tipo más elemental. De igual manera debemos sentirnos agradecidos cuando vemos el primer gemido de turbación o contemplamos la primera lágrima de arrepentimiento. La perspectiva de buenos resultados es un valioso elemento en el éxito de aquellos que tienen que tratar con pecadores que buscan. No debemos esperar mucho de quienes tienen inquietudes y preguntan; no debemos quedarnos satisfechos si no hay señales de vida; pero el más leve signo vital debería darnos ánimos y conducirnos a animar a esas personas. Debemos esperar muy poco conocimiento de parte de los buscadores; Eliseo no le pidió al niño que recitara el catecismo. Muy poca fuerza será encontrada en ellos; Eliseo no le pidió al niño que moviera la mesa, o el banquito, o el candelero que se encontraban en el aposento. No, el estornudo evidenció la vida, aunque fuese de manera inarticulada, la expresión indocta de una incipiente vitalidad. El arrepentimiento del pecado, el deseo de santidad, la confianza infantil en Jesús, la oración llena de lágrimas, el caminar cuidadoso, el deleite en la palabra de Dios y la intensa desconfianza en uno mismo, están entre las señales básicas de vida, son los estornudos de quienes se acaban de levantar de los muertos. Tales muestras han de ser vistas en todos los que viven en Sion, ya sean viejos o jóvenes, y por esto no son pruebas de crecimiento, sino de vida, y nosotros debemos tratar con la vida inicialmente; el crecimiento es una consideración posterior.

Eliseo no dejó al niño tendido sobre la cama hasta que se hubo desarrollado para llegar a ser un hombre, sino que tan pronto lo escuchó estornudar, le dijo a la madre: «Toma tu hijo»; y nosotros quisiéramos decirle a cada iglesia en cuyo seno hubiere nacido un alma para Dios: «Toma tu hijo». Reciban al convertido, aunque sea débil en la fe. Carguen a la oveja en su pecho, abríguenla y aliméntenla hasta que la vida se ciña con fortaleza varonil.

Esta evidencia de vida fue desagradable en sí misma. Para el niño no fue un placer estornudar. Ciertamente la mayoría de nosotros preferiría no tener que estornudar siete veces. Muchas de las señales de nueva vida no son de ninguna manera agradables. Los regenerados no son felices de inmediato; por otro lado, a menudo sienten gran amargura por sus pecados, y penosa angustia porque traspasaron a su Salvador. La vida divina no viene al mundo sin dolores. Cuando un hombre ha estado a punto de ahogarse, y ha sido reanimado mediante masajes, los primeros movimientos de la sangre dentro de las venas, producen hormigueo y otras sensaciones que son intensamente dolorosas. El pecado ocasiona un entumecimiento en el alma, y va acompañado de una ausencia de sensación; esto cambia cuando la vida llega con su mirada de fe, pues el primer resultado es que los hombres miran a Aquel a quien traspasaron, y se duelen por Él. Algunos consideran que las emociones agradables son los signos más claros de gracia, pero no lo son. «Soy tan feliz», es con frecuencia una señal mucho menos cierta que «estoy muy afligido porque he pecado». No tenemos muy alta opinión del himno «Feliz el día», a menos que haya sido precedido del fúnebre lamento:

«¡Oh, que me fuera quitada mi carga de pecado!»

Además, un estornudo no es algo muy musical para quienes lo oyen, y, de igual manera, los primeros signos de gracia no son en sí mismos placenteros para quienes están observando a las almas. Nuestra mentes pueden dolerse grandemente al ver la aflicción y el desaliento de un corazón compungido, y sin embargo, eso que vemos, podría ser nada menos que una señal cierta de vida renovada. No podemos deleitarnos en quebrantamientos de corazón y en convulsiones de alma, considerados aisladamente; por el contrario, nuestro empeño sincero es aplicar el bálsamo del Evangelio y quitar tales dolores; y sin embargo se cuentan dentro de los signos más seguros de la vida de Dios en el alma, en sus etapas iniciales, y debemos estar agradecidos siempre que las veamos. Eso que los mundanos condenan como melancolía es a menudo para nosotros una señal esperanzadora de meditación profunda; y esa desesperanza en el yo que el ignorante deplora, es causa de congratulación entre aquellos que oran por las conversiones. Nos deleitamos en las aflicciones de los penitentes por causa de sus resultados, pues de lo contrario no nos deleitamos en el sufrimiento humano, sino todo lo contrario.

«El niño estornudó siete veces»; las evidencias de vida fueron muy monótonas. Una y otra vez se le vino un estornudo y nada más. Ningún cántico, ninguna nota musical, ni siquiera una dulce palabra, sino un estornudo, y otro estornudo, y otro estornudo, siete veces. Sin embargo, los ruidos no molestaron al profeta, que estaba sumamente contento al escuchar los sonidos de vida que en este caso eran muy particulares en cuanto a su carácter musical. El niño vivió, y eso le bastó. Muchas veces la conversación de los que inquieren es muy molesta; repiten el mismo relato melancólico una y otra vez. Habiéndoseles respondido infinidad de veces, vuelven a hacer las mismas preguntas y a repetir las mismas dudas. Si uno estuviese buscando interés y variedad, no los buscaría en las dolorosas repeticiones de las personas que están bajo convicción de pecado: aunque mientras estemos vigilando a las almas de los hombres no nos cansemos, sin embargo, en sí mismas, las expresiones de los que se acaban de despertar se cuentan con frecuencia entre las comunicaciones más tediosas. A menudo son difíciles de entender, y son enmarañadas, confusas e incluso absurdas; a menudo delatan una ignorancia culpable y una obstinación pecaminosa, combinadas con orgullo, incredulidad y obstinación; y, sin embargo, en ellas, hay un algo secreto que da muestras de un despertar a una vida más elevada; y por eso gustosamente les prestamos oídos.

Después de días de exhortación y consolación, los encontramos dando tumbos en el pantano del desaliento, atrapados firmemente en el lodo, del cual están medio renuentes a salir; debemos prestarles repetidamente el mismo auxilio, y mostrarles los escalones por enésima vez. Es mejor que nuestro servicio sea monótono a que un alma perezca. El pobre niño puede estornudar siete veces si quiere, y le oiremos con mucho gusto, pues es un deleite saber que vive; y nuestro pobre vecino puede repetir su dolorosa historia hasta setenta veces siete, si allí podemos descubrir trazas de la obra del Espíritu en su alma. No nos desanimemos porque al principio obtengamos muy poco material interesante proveniente de los jóvenes convertidos. No los estamos examinando para el ministerio, sino que sólo estamos buscando las evidencias de vida espiritual; aplicarles las pruebas que fueran lo suficientemente idóneas para un doctor en teología sería a la vez cruel y ridículo. En los predicadores del Evangelio esperamos variedad, y desearíamos tener más de ella, pero del bebé en la gracia nos contentamos con oír un grito, y un grito no es un tema para variaciones musicales, como no lo es un estornudo.

Sin embargo el sonido que penetró en el oído del profeta fue una señal segura de vida, y no debemos contentarnos con ningún signo dudoso o simplemente esperanzador. Necesitamos evidencias de vida, y debemos obtenerlas. Anhelamos ver que nuestros amigos son real y verdaderamente salvos. Solamente demuéstrennos que han pasado de muerte a vida, y nos regocijamos aun con la más ínfima forma de esa prueba, pero menos que esto no nos deja tranquilos. Simples resoluciones de reforma, o incluso la reforma misma, no pondrán fin a nuestra ansiedad. Ninguna plática sutil, o alguna emoción expresada, o una excitación notable serán capaces de satisfacernos: necesitamos que sean convertidos, que nazcan de nuevo de lo alto, que sean hechas nuevas criaturas en Cristo Jesús. El niño pudo haber sido lavado y vestido con sus mejores vestidos, pero esto no habría cumplido el deseo del profeta; el muchacho podría haber sido ataviado con una guirnalda de flores, y sus tiernas mejillas podrían haber sido maquilladas imitando un sonrosado tinte, pero el santo hombre habría permanecido insatisfecho: él debía tener un signo de vida.

Independientemente de cuán simple sea, debe ser de cierto un signo vital, pues de lo contrario sería en vano. Nada podía ser más concluyente que un estornudo. Recordamos un caso en el que un espectador amoroso se imaginó que un cadáver movía su brazo, pero era sólo la imaginación secundando el deseo nacido del afecto; sin embargo, en un estornudo no hay lugar para la equivocación, mucho menos en siete estornudos; el profeta pudo llamar a la madre sin temor a equivocarse, para entregarle a su cuidado a su hijo vivo. De la misma manera nosotros pedimos señales indisputables de gracia, y mientras no las veamos, seguiremos orando y vigilando y sintiendo una dolorosa ansiedad.

Hasta aquí nos hemos adherido al texto, y como nuestro espacio es limitado, sólo podemos agregar estos pocos preceptos. Que los que viven en Dios, crean que Él puede resucitar a los que están muertos espiritualmente. Que los impíos sean su ocupación diaria. Que los lleven donde las almas son revividas, es decir, bajo el sonido del Evangelio; y que luego sabiamente y en continua oración, vigilen los resultados. Mientras más vigilantes haya en una congregación, mucho mejor; serán los mejores aliados del predicador, y acrecentarán grandemente el fruto de sus labores. ¿Qué dices tú, querido amigo en Cristo, al respecto? ¿Puedes intentar este servicio? Requiere de gracias más que de dones, de afecto más que de talento. Levántate para prestar este deleitable servicio, y vigila hasta que veas los signos de la vitalidad espiritual. No importa cuán inadvertidos pasen para otros, que no se escapen de tu ojo, ni de tu oído ni de tu corazón. Debes estar listo para cuidar al recién nacido, aunque no se pueda decir nada más de él, excepto «el niño estornudó siete veces».

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