Arrojando al Cananeo y Sus Carros Herrados

http://www.spurgeonaudio.com/audios/Arrojando%20al%20Cananeo.mp3 Cuando los hijos de Israel llegaron a Canaán y entraron en la tierra que […]
charles spurgeon

Cuando los hijos de Israel llegaron a Canaán y entraron en la tierra que fluía leche y miel bajo la protección especial de Dios, no gozaron de un reposo inmediato, pues los cananeos estaban allí: en posesión la tierra, habitando en ciudades fortificadas que parecían amuralladas hasta el cielo; y ellos tenían que arrojar a estos cananeos antes de poder poseer el país. De hecho, por esta razón fueron enviados allí.

Los cananeos habían sido proscritos por Dios. Eran culpables de tan horribles ofensas, que Él había decretado la destrucción de su raza. Era necesario para la pureza del mundo, que algunas razas de la antigüedad, que se habían vuelto horriblemente depravadas, fueran suprimidas de la superficie del globo; y los israelitas fueron llevados a esa tierra, como verdugos del Señor, para aplastar y exterminar a los cananeos.

Algunas personas se han atrevido a señalar esto como una masacre repugnante; pero habiendo sido ordenada por el grandioso Juez, que tiene poder sobre la vida y la muerte, debemos considerarlo solemnemente como una terrible ejecución decretada por estricta necesidad. Podemos estar sumamente seguros que Quien comisionó a Sus oficiales para que consumaran el exterminio, tenía la razón más apremiante para que emplearan sus espadas. Dios sabía más que nadie, qué era lo necesario para la moralidad del mundo, y llegó a la conclusión que la iniquidad de los amorreos había rebalsado sus límites, y ya no debían ser soportados por más tiempo. Los israelitas no podían entrar a su herencia sin primero arrojar a las razas aborígenes, pues se habían convertido en adversarias de Dios y del hombre.

Verán entonces, queridos amigos, que Canaán es difícilmente un tipo perfecto del cielo. Puede usarse como tipo en cierto sentido modificado; pero es un emblema mucho claro de ese estado y condición del alma en los que se encuentra el hombre cuando se ha convertido en un creyente y por fe ha entrado al reposo, mas no a una liberación absolutamente perfecta del pecado. Ha venido a tomar posesión de la herencia del pacto, pero descubre que el cananeo del pecado y del mal, todavía se encuentra en la tierra, tanto en la forma del pecado original en su interior, como en forma de tentación proveniente del exterior. Antes de poder gozar plenamente de sus privilegios, debe arrojar sus pecados.

Es absolutamente necesario, para que pueda experimentar de lleno las bendiciones del pacto de la gracia, que deba contender con las iniquidades y los males que están dentro de él, y en su derredor. Debe arrojar a las diversas tribus de enemigos que, por largo tiempo, han morado en la tierra de su naturaleza.

Sin duda, muchos jóvenes cristianos piensan que cuando han sido convertidos, la contienda armada llega a su término. No, la batalla apenas ha comenzado. No han obtenido la victoria: apenas se encuentran en el punto de partida. Han entrado en la tierra en la que tendrán que pelear, y luchar, y llorar, y orar, hasta obtener el triunfo. Esa victoria será suya, pero tendrán que experimentar agonías para alcanzarla. Quien los ha traído a esta condición no les fallará ni los abandonará; pero, al mismo tiempo, sólo serán capaces de ganar su herencia mediante recios combates y decididas pugnas. No se engañen con la idea que podrán sentarse con tranquilidad, pues al verdadero heredero del cielo le sucede precisamente lo contrario.

Me estoy dirigiendo a muchas personas que entienden el significado del combate espiritual, y escasamente necesito recordarles que son llamados a ser soldados en armas, y no ejércitos en posición de descanso. Hablo también a otras personas que todavía no entienden mucho acerca de la guerra; pero la vivirán muy pronto, pues la espada de los creyentes jamás descansa envainada por largo tiempo.

El pecado es un enemigo poderoso, y si tú eres un hijo de Dios, tendrás que pelear contra él. Si tú eres un heredero de la verdadera tierra de Canaán, has nacido primero a una herencia de guerra, y luego a la vasta herencia de paz inquebrantable y eterna.

«La tierra del triunfo está en lo alto,
No hay campos de batalla allá;
Señor, quisiera conquistar hasta que muera,
Y terminar toda esa guerra gloriosa.»

Nuestro texto es una arenga a las tribus de Manasés y de Efraín. Josué les dijo: «Tú eres gran pueblo, y tienes grande poder; no tendrás una sola parte.» Pero les dijo que aunque les daba dos porciones, tendrían que arrojar a quienes entonces poseían la tierra: «tú arrojarás al cananeo, aunque tenga carros herrados, y aunque sea fuerte.» ¡Que el Santo Espíritu nos aliente para los combates de nuestra vida, por medio de las meditaciones de esta hora!

I. Nuestra primera reflexión será: DEBEMOS ARROJARLOS.

Es un mandamiento de Dios: «Arrojarás al cananeo.» Cada pecado tiene que ser eliminado sin piedad. Ni un solo pecado debe ser tolerado. ¡Debemos cortarles las cabezas! ¡Hundan la espada en sus corazones! Todos deben morir. No puede ser perdonado ni uno solo de ellos. Toda esa raza tiene que ser exterminada, y enterrada a tal profundidad que no se pueda encontrar ni un solo hueso. Aquí tenemos una tarea digna de todo el valor de la fe y el poder del amor.

Todos deben ser arrojados, pues, cada pecado es nuestro enemigo. Espero que no tengamos enemigos en este mundo entre nuestros prójimos. Se requieren dos personas para tener una riña; y si no queremos reñir, no habrá contienda. No debemos ofender ni ser ofendidos; sino que, de ser posible, en la medida que nos corresponda, debemos vivir pacíficamente con todos los hombres. Confío que hayamos perdonado a todos los que nos han perjudicado alguna vez, y que anhelemos ser perdonados por todos aquellos a quienes hemos dañado.

Pero cada pecado, cada maldad, del tipo que sea, son nuestros verdaderos enemigos, contra los que debemos luchar hasta el último extremo. No pueden decirle a algún pecado: «tienes permiso de morar en mi corazón y ser mi amigo.» No puede ser tu amigo: el mal es nuestro enemigo natural e inevitable, y debemos tratarlo como tal. La simiente de la mujer no encontrará nunca a un amigo en la simiente de la serpiente, como tampoco Eva encontró un amigo en la serpiente que la engañó. Cualquier pretensión de amistad con la iniquidad es perjudicial. Si eres amigo del pecado, no eres amigo de Dios. Todos los tipos de pecados son nuestros enemigos, y debemos odiarlos con toda el alma.

Si puedes decir de cualquier pecado: «yo no lo odio,» entonces debes cuestionarte muy seriamente si has nacido de nuevo jamás. Una de las señales de un hijo de Dios es que, aunque peca, no ama al pecado. Puede caer en pecado, pero él es como una oveja que, si tropieza en el lodo, rápidamente se levanta, pues odia el fango.

La puerca se revuelca donde la oveja está angustiada. Ahora, nosotros no somos el cerdo que ama el lodazal, aunque somos como ovejas que a veces resbalan por sus patas. ¡Pluguiera a Dios que nunca resbaláramos! ¡Qué miseria tan grande es el pecado para nosotros! La impiedad es el peor de los males para el hombre piadoso. Que el Señor nos mande todas las aflicciones que quiera: pero si Él impide que caigamos en pecado, la mayor de nuestras penas se habrá alejado.

Cada pecado nos odia, y nosotros odiamos a cada pecado. No hay pecado, queridos amigos, que pueda beneficiarles de alguna manera; sino que los dañará seriamente y los estorbará. El pecado es ese viento pernicioso que no sopla ningún bien para nadie. No hay ninguna belleza en el pecado. No hay ningún consuelo en el pecado. No hay ninguna fuerza en el pecado. No hay absolutamente nada bueno en el pecado. Desde su coronilla hasta la planta del pie, está lleno de magulladuras y de llagas putrefactas.

No hay nada que podamos decir a favor suyo; y estoy seguro que ningún heredero del cielo apoyaría su causa o argumentaría en pro de él. Tú odias el pecado y el pecado te odia a ti. Te hará todo el daño que pueda; nunca estará satisfecho con el perjuicio que ha obrado en ti. Tratará de conducirte más adentro y más adentro del peligro, y terminará por arrastrarte al infierno. El pecado quiere destruirte por completo, si pudiera, y ciertamente podría y lo haría, si la gracia de Dios no lo previniera.

Proclama, entonces, una guerra sin cuartel contra todo pecado. Proclama: «¡guerra a muerte contra el pecado!» Los cananeos combaten contra ti; cuídate tú también de luchar en su contra. ¡Levanta el estandarte teñido con sangre! Saca tu espada y no la envaines de nuevo. Mientras el pecado permanezca en nuestros corazones, o en nuestras vidas, o en el mundo, debe ser combatido hasta su muerte.

Además, debemos contender contra todos estos cananeos, y arrojarlos, pues el pecado es el más cruel enemigo de nuestro Señor. Jesús aborrece todo el mal, y el mal en toda forma lo persiguió. Él cargó en Su propio cuerpo con todo tipo de pecados sobre el madero. De nuestros pecados, y todos ellos fueron puestos sobre Él, procedieron los azotes en Su espalda, cuando los que araban le abrieron profundos surcos. De nuestros pecados provino el sudor sangriento que lo cubrió de pies a cabeza. De nuestros pecados salieron la corona de espinas, los clavos, la lanza, el vinagre y la hiel, y la terrible agonía de la muerte. El pecado, ¡oh, cuánto lo abomina nuestro Señor!

Al quitar nuestro pecado, Él bebió de esa copa de la que, por un instante, comenzó a pedir: «Si es posible, pase de mí esta copa.» «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él;» y fue esto lo que le produjo tal agonía. El pecado era para Jesús horror, tormento, muerte. Jesús aborrece el pecado con toda la fuerza de Su santa naturaleza. Habiendo sido salvado por Jesús, ¿acaso no odiarás el pecado como Él lo hizo? ¿Habrá alguna persona aquí que guarde en su cajón, como un valioso tesoro, el cuchillo utilizado para asesinar a su padre?

Nuestros pecados fueron las dagas que quitaron la vida al Salvador. ¿Podemos soportar pensar en ellas? ¡Oh, que nuestras lágrimas se derramaran por el simple recuerdo de nuestra horrible conducta hacia nuestro Señor, a Quien inmolamos por nuestros pecados: y que nunca, nunca, nunca toleremos ni una sola de nuestras iniquidades, pues ninguna es inocente del asesinato de nuestro Bien Amado! Conspiraron para quitarle la vida; que sean ejecutadas de inmediato.

«Oh, cuánto odio esas concupiscencias mías
Que crucificaron a mi Dios;
Esos pecados que traspasaron y clavaron Su carne
Con firmeza al fatal madero.»Sí, mi Redentor, ellos morirán;
Mi corazón lo ha decretado así:
Y no perdonaré las cosas culpables
Que hicieron sangrar a mi Salvador.»

«Mientras con un corazón derretido, quebrantado,
Veo a mi inmolado Señor,
Voy a vengarme de todos mis pecados,
Matando también a esos asesinos.»

Recuerden, hermanos, que no podemos tener a Cristo y aceptar a la vez que un pecado reine en nuestros corazones. Venimos a Cristo como pecadores, pero cuando recibimos a Cristo, Él nos dice: «el pecado no se enseñoreará de vosotros.» El pecado podrá mirar nuestra naturaleza, como en efecto lo hace, con sus tentadoras hechicerías. El pecado podrá cabalgar en nuestra naturaleza, como en efecto lo hace, pisoteando todo lo que es bueno. El pecado podrá espiar a nuestra naturaleza, como en efecto lo hace, listo para conspirar contra el Rey de reyes; pero no puede reinar en nuestra naturaleza, pues ha sido sujetada a otra soberanía: Cristo está sobre el trono. «Así también la gracia reine por la justicia para vida eterna» en nuestra naturaleza, en este tiempo presente.

No es posible que coloquemos al pecado en algún trono, aunque esté situado más abajo del trono de Cristo; tampoco podemos obedecer sus concupiscencias. Nuestro Señor Jesús no quiere compartir Su dominio con un ángel; mucho menos lo hará con un pecado. Si tú quieres poner a la iniquidad en el trono de tu corazón, estás perdido. No hay ninguna esperanza para ti. Tú puedes tener a Cristo y abandonar tu pecado; pero no puedes tener a Cristo y abrazar tu pecado.

Cristo te ayudará a matar tu pecado; pero si dices: «no, sino que voy a tolerar este mal,» aunque luego agregues: «¿acaso no es muy pequeñito?» perecerás en tu iniquidad. Si tienes un pecado favorito que quieras guardar, Cristo y tu alma no estarán de acuerdo nunca. No podrá haber paz entre tú y Cristo, mientras haya paz entre tú y el pecado, sin importar cuál sea ese pecado.

He conocido a algunos hombres que han renunciado a la borrachera, y cuando han firmado el compromiso, han pensado: «ahora soy alguien;» y han practicado algún otro hábito tan malo como la borrachera. A mí me da mucho gusto verlos a ustedes que son abstemios; pero la abstinencia no los salvará. Los borrachos no pueden entrar al cielo; tampoco los mentirosos, ni los ladrones, ni los fornicarios, ni los incrédulos. Has arrojado a un cananeo, pero, ¿qué pasa con el resto de ellos?

Un hombre dice: «no puedo soportar el despilfarro. El gasto extravagante de ese joven libertino es abominable.» Eso es correcto, pero ¿acaso la avaricia no es también abominable? Yo no creo que vayas a gastar jamás demasiado dinero, pues eres un viejo y vil tacaño. Nunca serías tentado para que malgastes tu dinero, porque lo amas demasiado. La extravagancia no es lo tuyo; pero ciertamente puedes llegar a la ruina por la vía de la ambición y de la codicia, así como por el camino de la prodigalidad. La ambición puede ser un mejor vicio para tu bolsillo, pero no será nada mejor para tu alma, cuando estés ante el tribunal de Dios.

Un hombre aborrece la hipocresía, pero él mismo es cruel, duro, y no perdona; otro hombre no dice maldiciones jamás, pero miente con la velocidad de un caballo al galope. He conocido a un hombre que odia las mentiras, y sin embargo se ha entregado a la lujuria. He conocido a otro hombre que ha sido perfectamente puro en cuanto al pecado de la carne, pero es tan orgulloso como el propio Lucifer; y el orgullo destruirá al hombre lo mismo que cualquier otra forma de pecado. El hecho es que todo el nido de pájaros inmundos debe ser arrojado al suelo. Todos los huevos del basilisco deben ser aplastados. Debemos orar:

«El ídolo más querido que he conocido,
Independientemente de cuál sea,
Ayúdame a derribarlo de su trono,
Para adorarte únicamente a Ti.»

Supongan que uno de nuestros misioneros regresara de la India diciendo: «He logrado una grande maravilla entre los nativos. A todo lo largo de uno de los distritos que visité y donde prediqué, hice maravillas. Los encontré adorando a dioses hechos de barro procedente del Ganges. Les mostré la insensatez de eso, y ellos destruyeron esos dioses hechos de barro. Algunos de ellos poseían dioses de madera, y los induje a que los quemaran a todos. Pero también tenían unos dioses muy hermosos: dioses hechos de mármol, y de oro, y de plata, y no tuve el valor de pedirles que los destruyeran; eran muy artísticos, y valiosos, y venerables. Vamos, uno de ellos tenía ojos que eran diamantes; otro tenía en su muñeca una pulsera de rubíes.»

¡Ay, señor misionero! No vemos ninguna razón para tu autocongratulación. De modo que dejaste que ese pueblo adorara a aquellos preciosos dioses, ¿no es cierto? ¿Dónde está el bien que hiciste? No lograste absolutamente nada. Adorar a un dios de oro es evidentemente una idolatría tan perniciosa como adorar a un dios de barro. Ahora, si nosotros venimos a ustedes, y tratamos de igual manera con el vicio y mejoramos la educación y la conducta de las masas para elevar el nivel del pueblo, ¿qué habríamos conseguido si nos quedáramos allí? Habríamos quitado un grupo de pecados, pero habríamos dejado otros. Destruimos los dioses de barro, pero si dejáramos los dioses de oro y de plata, ¿qué bien habríamos promovido, como a los ojos de Dios? Muchos hombres han sido liberados de los peldaños inferiores de la lascivia, y eso está muy bien; pero los escalones superiores de las impiedades espirituales en los lugares altos, permanecieron intactos, y ¿cuál fue el resultado final? Algo bueno para este mundo, pero nada para el siguiente; algo bueno para la moralidad, pero nada para la espiritualidad. A larga no habríamos conseguido mucho ni siquiera en materia de conducta, pues los vicios más repugnantes medran junto a un grandioso refinamiento aparente.

Incluso el rey de Sodoma era un perfecto caballero. Muchos vividores infames e inmundos son honrados por la sociedad por causa de sus mentes cultivadas. Todos los tipos de pecados deben ser arrojados, cuando la gracia toma posesión del alma. ¡Destruyan al becerro de oro! Este ídolo costoso debe ser molido hasta reducirlo a polvo, y esparcirlo sobre las aguas. El becerro de oro es tan detestable ante el Señor como los dioses más miserables hechos de madera. Una forma de enemistad contra Dios es tan aborrecible a Su ley como cualquier otra. El pecado vestido de seda es un rebelde tan grande, como el pecado cubierto de harapos. Pueden untar al pecado con agua de colonia, pero no huele mejor.

Recuerden, también, queridos amigos, que un hombre no puede ser liberado del pecado si es siervo tan sólo de uno de ellos. Aquí tenemos a un hombre atado a una larga cadena que sujeta su pierna: una cadena que cuenta con cincuenta eslabones. Ahora, supongan que yo me presento como un libertador, y le quito cuarenta y nueve eslabones, pero dejo la argolla de un extremo de la cadena sujetada a la columna, mientras su pierna continúa atrapada por la argolla de acero del otro extremo de la cadena, y ambos extremos quedan unidos por el eslabón restante. ¿Qué beneficio le pude proporcionar? ¿Cuánto bien le hice? Ese hombre permanece siendo un cautivo.

Si tuvieran un pájaro aquí, digamos un canario, y fuera totalmente libre excepto por una patita, no sería un pájaro libre. «Pero está detenido sólo por un hilito de algodón,» dirás. A pesar de ello, el pájaro no está en libertad: no puede volar donde él quiera. En tanto que un hombre sea mantenido cautivo por un único vicio, no importa cuán pequeño sea, está todavía sirviendo a la iniquidad. Si lo ata un solo pecado, y lo domina, no es un hombre libre que pertenezca al Señor. Él es todavía un esclavo sujeto a la peor forma de esclavitud: está bajo el dominio del mal.

De esto pueden entender que no exageré cuando dije: «¡arrojen todos sus pecados!» Todos ellos deben ser conquistados, cada uno de ellos. No se le debe permitir a ningún pecado que ocupe el amor de nuestro corazón ni el trono de nuestra naturaleza.

Hay ciertos pecados que, cuando comenzamos a combatirlos, son dominados con prontitud. Aquellos israelitas, cuando estaban en lo alto de las montañas, y en los bosques, avanzaron con prontitud al país montañoso de los cananeos y los destruyeron; pero abajo en la llanura, donde los caballos y los carros gozaban de suficiente espacio, los israelitas no sabían qué hacer; estaban confundidos, pues algunos de estos cananeos tenían carros herrados, que tenían puntas filosas incrustadas en sus ejes, y cuando arremetían en medio de las filas del ejército enemigo, destrozaban a los soldados de la misma manera que una máquina cosechadora corta las matas del maíz. Por un tiempo esto desconcertó completamente a los israelitas; era un asunto terrible que tenía que ser analizado, y el miedo exageraba todavía más, el poder de los carros terribles.

El temor los volvía impotentes, hasta que lograron cobrar ánimo; y cuando al fin se armaron de valor, descubrieron que estos carros no eran tan terribles como lo habían supuesto. Había formas de enfrentarlos y de dominarlos, si Israel simplemente confiaba en Dios y cobraba valor.

Cuando un hombre es convertido por la gracia divina, ciertos pecados suyos son sometidos de inmediato: alzan de pronto el vuelo para no regresar nunca. Después de hablar con miles de convertidos, difícilmente recuerdo haber escuchado a algún hermano que dijera, que se le hizo difícil dejar de maldecir. A menudo he escuchado que la gente expresa sorpresa, porque por años, nunca habían expresado una sola frase sin decir una maldición; pero desde el momento de su conversión, ninguna palabra profana ha escapado jamás de sus labios. Recuerdo a uno que dijo, habiendo sido un profano blasfemo del peor tipo, que algunos años después de su conversión, una cabeza de puerco rodó sobre su pie, y se le escapó una mala palabra, por lo que casi se le partió el corazón; pero que durante toda su vida, desde su conversión, no recordaba que tal insensatez y pecado lo hubieran asediado del todo. Proferir maldiciones es un cananeo que es pronto dominado, arrojado y asesinado. Lo mismo sucede con muchas otras formas de mal. Ponemos rápidamente nuestra espada en sus gargantas, y por la gracia de Dios quedamos totalmente libres de que regrese esa tentación.

Tales pecados, aunque una vez fueron poderosos, quedan muertos en el campo de batalla. ¡Gloria sea dada a Dios! La cabeza de Goliat rueda por tierra; Sisara tiene una estaca metida por su sien; Eglón es apuñalado en el corazón. Los enemigos de Dios y de nuestras almas están muertos. Yo sé que algunos de ustedes pueden dar testimonio de que sus pecados favoritos se volvieron tan repugnantes, que no han vuelto a sentir la tentación de desviarse en esa dirección; y si algún deseo ha cruzado por su mente, se han sublevado en su contra, y lo han arrojado lejos con indignación.

Pero ciertos pecados son mucho más difíciles de tratar. Esos buscan la pelea, y algunos de ellos parecen tener más vidas que un gato. No hay forma de matarlos. Cuando creen haberlos aniquilado, están de nuevo en pie y en plan de pelea. Puede decirse que poseen carros herrados. Estos pecados son algunas veces aquellos que han ganado su poder, (sus carros herrados), a través de largos hábitos. «¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas?» No, no lo hará nunca, pero la gracia de Dios puede obrar ese cambio. La gracia de Dios ha quitado todas las manchas a muchos leopardos, y todo lo negro a multitudes de etíopes.

Pero, ocasionalmente, los viejos hábitos profundamente arraigados se levantan de nuevo de sus tumbas en una horripilante resurrección. ¿Acaso no se han dado cuenta que les viene a la memoria una estrofa de una vieja canción, cuando han estado en oración? Si han estado muy cerca de Dios, ¿no se han sobresaltado inesperadamente por el recuerdo de una cosa asquerosa, en la que alguna vez se hundieron? Es terrible el poder del hábito que ha sostenido su influencia por largo tiempo. No es fácil desenraizar al roble que ha crecido por muchos años. Estos hábitos construyen carros herrados, a los que se suben los pecados, y se convierten en terribles enemigos de nuestros santos deseos y fervientes resoluciones.

Algunos pecados consiguen sus carros herrados por ser connaturales con nuestra constitución. Ciertos hermanos y hermanas son tristemente de temperamento irascible; y en tanto que vivan, tendrán que mantenerse en guardia contra los súbitos estallidos de ira, y de hablar con labios imprudentes. Son rápidos e impresionables, y esto, en sí mismo, podría no ser un serio mal; pero cuando el pecado blande esa rapidez y esa impresionabilidad, entonces surge el mal. ¡Cuántos sinceros hijos de Dios han tenido que ir por años gimiendo, como si tuvieran sus huesos rotos, por causa de esa ligereza proveniente de un carácter irascible!

Ustedes no deben excusar estos pecados surgidos de la propia constitución. Les suplico que se graben lo que digo en relación a este tema; pues muchos llegan a la ruina por suponer que sus faltas constitucionales difícilmente son faltas, sino que son accidentes inevitables. No deben decir acerca de ningún pecado: «no puedo evitarlo.» Tienen que evitarlo. No deben decir: «Oh, pero eso es natural para mí.» Yo sé que es natural: esa es precisamente la razón por la que debes estar doblemente en guardia contra él. Todo lo que venga de la naturaleza: ay, y de la naturaleza caída en su mejor expresión, tiene que ser puesto a los pies de Cristo, para que la gracia pueda reinar sobre toda forma de mal.

Con frecuencia el carro herrado aumenta su fuerza porque un cierto pecado llega desplomándose sobre ustedes de manera súbita, y los toma desprevenidos. Si un hombre advirtiera una tentación podría ser capaz de superarla; pero las tentaciones no nos dan un previo aviso: ¿acaso podemos esperar que lo hagan? El marinero no espera ser advertido de cada ráfaga de viento que sopla sobre él. El soldado en la batalla no cuenta con recibir una advertencia de cada bala que venga dirigida contra él. ¿Por qué artificio podríamos mantenernos conscientes de cada avance del maligno?

La propia esencia de la tentación yace a menudo en su carácter súbito: somos alzados y sacudidos si no estamos siempre en alerta. Sin embargo, no debemos decir por esto: «no puedo evitarlo;» pues tenemos que estar más en guardia, y acercarnos cada vez más a Dios en oración. Estamos obligados a enfrentarnos tanto a la súbita tentación como a los ataques más lentos.

Debemos mirar al Señor para ser preservados de la flecha que vuela de día, y de la pestilencia que camina en la oscuridad. Debemos clamar a Dios pidiendo gracia, para que, sin importar cómo vengan las ráfagas de la tentación, ni cuándo vengan, siempre seamos encontrados en Cristo, descansando en Él, cubiertos por Su divino poder.

Queridos amigos, algunas veces estos pecados adquieren poder del hecho que, si no nos sometemos a ellos, podemos incurrir en el ridículo por su causa. Muchos creyentes verdaderos que soportarían ser quemados en la hoguera, no podrían resistir que se rían de ellos. Muchas personas son notablemente sensibles a la burla, o al sarcasmo. Esa gente podría soportar ser flagelada, mas no ridiculizada. Así que los poderes de las tinieblas asedian con escarnios, y burlas, y mofas, y desprecios. Estos son los carros herrados para ellos.

No dudo que nuestros amigos soldados, que van a ser bautizados esta noche, experimentarán tiempos duros en este sentido. Pido a Dios que los fortalezca en las barracas, y que los haga semejantes a hombres protegidos por un blindaje que no pueda ser traspasado ni por espada ni por flecha. Yo no querría, si pudiera, evitar que cualquiera de ustedes fuera perseguido a su medida. ¿Acaso no deben pelear los soldados? Yo detendría la persecución por causa del perseguidor; pero por causa de ustedes, que tienen que soportarla, no levantaría ni un solo dedo para evitarlo, porque la prueba es una educación que tiene un valor supremo. Nunca veremos campeones si no hay un combate.

Hermanos, algunos de nosotros hemos vivido en guerra durante tanto tiempo, que tendríamos un poco de miedo si estuviéramos libres de asedio por un rato. Nos han ofendido con todo tipo de denuestos; y si quedaran otras formas de abuso que todavía no han sido usadas, esperaríamos que esa inmundicia fuera derramada sobre nuestras cabezas. Sin embargo, nuestros detractores y denostadores no nos han quebrado un solo hueso. No han herido nuestra fe, ni han marchitado nuestra esperanza, ni han enfriado nuestro amor, ni han detenido nuestra comunión con Dios. Ciertamente nos hemos fortalecido para soportar el fuego, y el yunque, y el martillo con los que nuestros enemigos se han distinguido en su obra contra nosotros. Más unión con Dios, más confianza en Él, y más gozo en Él, acompañan a menudo al hijo de Dios cuando está bajo el más intenso fuego. Sin embargo, la prueba de escarnios crueles hace que el pecado parezca tener carros herrados.

Tal vez, una de las peores cosas para un cristiano, es que ciertos pecados son supuestamente irresistibles. Ese es un error popular y muy pernicioso por cierto. «Estos carros herrados,» decían los israelitas, «es inútil tratar de contender con ellos.» Así que cedieron las llanuras a los cananeos. Es una triste calamidad cuando una persona cristiana dice: «puedo mantenerme recto en todo excepto en eso. No me limites allí. Debes concederme mucha amplitud en esa dirección. Por favor haz concesiones necesarias debido a mi constitución peculiar.» Toda argumentación así es malévola.

Escúchame muy bien, hermana. Yo voy a hacer las concesiones por ti; pero te suplico que no hagas concesiones para ti. Hermano mío, yo te imploro, no te concedas licencia para pecar. Si yo doy una amable excusa en tu caso, simpatizando con tu debilidad, siendo un hombre igual que tú, eso es una cosa; pero que tú mismo te otorgues concesiones, sería muy lesivo para tu alma. Tienes que dominar y destruir al pecado por el que solicitas tolerancia. ¡Fíjate bien en esto! No debes, (no te atrevas) a permitir que cualquier pecado se enseñoree de ti; y si tú sabes que no te domina, no por eso aduzcas que puedes tolerarlo, sino que saca la conclusión contraria: debido a que se ha enseñoreado de ti, concentra tu fortaleza entera en su destrucción completa. El pecado debe ser derribado: que no lo perdone tu ojo. El cananeo debe ser arrojado: los mejores y los más hermosos de la raza deben caer por la espada.

Nosotros no podemos entrar al cielo mientras permanezca en nosotros un solo pecado, pues «son sin mancha delante del trono de Dios.» Antes que podamos atravesar el portal adornado con perlas, cada mancha y arruga deben ser quitadas de nosotros. Vean su llamamiento, hermanos. Véanlo muy bien. ¿Acaso no necesitan fortaleza celestial? ¿Acaso no buscarán al Espíritu Santo?

II. Ahora voy a referirme al segundo encabezado. Ya he dicho que debemos arrojarlos. El segundo encabezado es que ELLOS PUEDEN SER ARROJADOS. No estoy diciendo que nosotros podemos arrojarlos, sino que afirmo que pueden ser arrojados. Será un milagro muy grande, pero debemos creer en él, pues otras grandes maravillas han sido obradas.

Observen primero que ustedes y yo hemos sido levantados de los muertos. ¿No es así? «Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados.» Si un muerto ha sido resucitado, entonces todo puede hacerse con ese hombre que ha recibido vida. No me digan que hay una mancha en el rostro del recién resucitado Lázaro que no pueda ser quitada: yo no lo creo. No me digan que hay un dedo torcido que no pueda ser enderezado: después de haber visto que el muerto vive, estoy seguro que ese hombre vivo puede ser perfeccionado.

El que pudo levantar a Lázaro de los muertos, puede hacer que le quiten las vendas, puede levantarlo más allá de sus imperfecciones y debilidades, y puede hacerlo apto en toda obra buena para hacer Su voluntad. Puede hacerse. La resurrección de los muertos es la evidencia que puede hacerse.

También por el poder divino han sido conducidos a creer en el Señor Jesucristo. Si han creído en el Señor Jesucristo como resultado de la presencia de la gracia divina en sus corazones, ¿qué hay que no puedan lograr? La fe en el Señor Jesucristo es algo muy simple, dirán ustedes. Yo sé que lo es, pero aún así, es la cosa más grandiosa que pueda tener el hombre. «¿Qué debemos hacer,» le dijeron a Jesús, «para poner en práctica las obras de Dios?» Y Él respondió: «Esta es la obra de Dios», esta es la obra semejante a la de Dios, la obra del tipo más elevado que pueda ser hecha jamás, «que creáis en el que él ha enviado.» Si han sido habilitados para creer, pueden ser capacitados para ser santos. Quien los condujo a ejercer la fe, puede llevarlos, por fe, a dominar cualquier tipo y todo tipo de iniquidad.

A continuación, ustedes ya han conquistado muchos pecados. Miren los montones de cananeos que han matado. Comiencen por el principio, allí donde Dios empezó con ustedes en la obra de gracia en su alma: ¿acaso no hay una diferencia maravillosa entre lo que ustedes eran entonces y lo que son ahora? ¿Acaso no había pecados atrincherados en su naturaleza, como estaban los cananeos en sus ciudades fortificadas? Pero Jericó se desplomó por completo. Huestes y huestes de incredulidades y de iniquidades moraban dentro de su vida diaria, pero las han echado.

Por la gracia de Dios ustedes han resistido la tentación, y han escapado de las concupiscencias, y han superado las dudas. Hasta aquí han vencido por medio de la sangre del Cordero. Pueden decir: «Marcha, oh alma mía, con poder.» Quien te ha ayudado hasta aquí, seguramente puede ayudarte hasta que concluyas la pelea. No dudes que la potencia todopoderosa de la divina gracia, que ha logrado tanto, pueda alcanzar todavía más. Sé fuerte y ten valor, pues el propio Señor de los ejércitos está a tu lado.

¿No has visto cómo han conquistado otros cristianos? Oh, deja que tu memoria te recuerde ahora a todos los hermanos y hermanas en quienes viste grandes debilidades y pecados al comienzo de su carrera espiritual; ¡pero cómo han crecido! ¡Cómo han derrotado al pecado innato! Vienen lágrimas a mis ojos cuando pienso en ciertos miembros de esta iglesia: algunos en el cielo, y algunos todavía aquí en medio de nosotros. Recuerdo lo que solían ser, y lo que son ahora, y difícilmente puedo creer que sean las mismas personas.

El carácter fiero ha sido domado, las fuertes pasiones han sido sometidas, la negra melancolía ha sido ahuyentada. Cuando se unieron por primera vez a la iglesia, eran buenos, útiles, hombres incólumes, pero la pera era demasiado dura; no me habría gustado hundir mis dientes en ella: eran severos, voluntariosos, y obstinados. La fruta no solamente era dura, sino amarga, pues con todo su celo, eran ásperos, cortantes, y completamente el reverso de personas gentiles. ¡Pero ahora, cuán maduros son! ¡Qué dulce olor de fruta madura los circunda! ¡Cuán preparados están para ser llevados al gran festín arriba!

Lo que Dios ha hecho por ellos, puede hacerlo por ti. Él puede quitarte esa dureza. Esa condición de fruta verde, ese sabor amargo: Él puede quitar todo eso con Su gracia. Cada uno de nosotros debe gastar al menos un par de zapatillas verdes; y cuando las haya gastado, luego se puede poner algo mejor y más cómodo para el viaje, pues tiene sus pies «calzados con el apresto del evangelio de la paz.» Generalmente nos ponemos las botas de un insensato al principio, pero Dios, que vuelve sabio al insensato, nos convierte al fin en hombres. Él, que entrena a los bebés hasta sacar de sus labios un poderoso testimonio acerca de Su Palabra, puede hacer lo mismo con nosotros.

Amados, hemos estado hablando acerca de qué puede hacerse y qué no puede hacerse. ¿Hemos pensado acerca de eso? Estamos tratando con el Todopoderoso; y para Él todas las cosas son posibles. Creo ver que mientras la batalla continúa ahora, el enemigo parece prevalecer, y los tímidos corazones de los soldados de la cruz comienzan a retraerse dentro de su pecho. ¡Escuchen! Todavía no han llamado a las reservas. ¿Acaso no saben que están a la mano el poder eterno y la Deidad, esperando para ayudarles en sus esfuerzos contra todo el mal? ¡Alisten a las reservas! Soliciten a su grandioso aliado que envíe refuerzos en esta hora de necesidad. Imploren al Señor que les dé más gracia; y puesto que han recibido vida de Sus manos, oren para que puedan recibirla con mayor abundancia.

¿Acaso sabe alguien cuán santo puede ser? «Aún no se ha manifestado lo que hemos de ser.» Pidamos a Dios que nos dé gracia para orar, y vigilar, y creer, y esperar, y que la oración de mi amado hermano Williams sea contestada, pues él acaba de orar: «que el más débil de nosotros sea como David, y David como el ángel de Dios.»

Que Dios nos ayude a convencernos que los cananeos pueden ser arrojados.

III. Y luego llegamos a una conclusión con nuestro tercer encabezado, que es, ELLOS SERÁN ARROJADOS. Ellos deben ser arrojados; ellos pueden ser arrojados; ellos serán arrojados.

Ellos serán arrojados. Ese es un discurso digno de un monarca. «Deben» es la palabra de un rey, y «serán» corresponde a la palabra del Rey de reyes. Bien, bien, nos aventuramos a decirla porque únicamente estamos sirviendo de eco a Sus tonos soberanos.

Por esto murió Cristo. «Él amó a la iglesia, y se entregó a Sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha.» Cristo murió para salvar a Su pueblo, no de algunos de sus pecados, sino de todos sus pecados. Su sangre preciosa limpia todo pecado. Su expiación perfecta asegura la perfección a Sus santos. La muerte del pecado está garantizada por la muerte de Cristo. Oremos hoy fervientemente:

«Que el agua y la sangre,
Que fluyeron de Tu costado abierto,
Sean del pecado la doble cura,
Limpiándonos de su culpa y de su poder.»

Hermanos, por esto vive Cristo. Arriba en el cielo, Él intercede por nosotros, «por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.» El deseo de Su corazón es que seamos guardados del pecado. «Padre Santo, santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad.» Él suplica eso, y aunque Satanás quiera poseerlos y cribarlos como trigo, ellos serán preservados.

Cristo en el cielo es el modelo de lo que nosotros seremos, y no dejará de formarnos según Su propio modelo. Un día seremos perfectamente conformados a Su imagen, y entonces estaremos con Él en la gloria. El honor de nuestro Señor está comprometido a la presentación de todos Sus santos en una pureza sin mancha a Sí mismo, en el día de Su gloriosa boda.

Por esto nos es dado el Espíritu Santo. Él no nos es dado para que simplemente venga a nuestros corazones, y nos consuele en nuestros pecados, sino para liberarnos de todo mal, y para consolarnos en Cristo Jesús. Él da vida, dirige, ayuda, ilumina; hace miles de cosas; pero, principalmente, Él nos santifica. Él viene al corazón para arrojar a cualquier otro poder que busque tener allí su dominio. Por el Espíritu vivo de Dios, que mora en ustedes, como Dios en Su templo, yo quiero exhortarlos a que clamen a Él para que cada Dagón pueda ser derribado, cada altar de Baal sea destruido, cada becerro de oro sea molido y reducido a polvo.

Oh hermanos y hermanas, de ahora en adelante, nunca autoricemos un pase a ningún pecado para que venga y entre en nuestros corazones. No otorgaremos una licencia a ningún pecado; no tendremos ningún espacio donde el mal pueda hospedarse. No tendremos ninguna cama disponible para la iniquidad, ni le asignaremos una habitación, ni siquiera en el granero o en una dependencia accesoria. No digamos indolentemente: «no puedo superar ese hábito pecaminoso.» Claro que puedes vencerlo: debes vencerlo. No digas: «voy a pintar la raya allí. Realmente debo tolerar esa falta en particular.» ¡No la toleres! Te arruinará. Cómo te atreves a decir: «¿debo beberme ese veneno?» No lo toques. ¡Oh, que el veneno de la iniquidad no se acerque nunca a tus labios, sin importar cuán dulce pueda parecer al gusto carnal!

Este es el preciso objetivo del Evangelio que les predicamos: y habremos predicado en vano a menos que ustedes estén esforzándose contra el pecado. El nuestro es un Evangelio santo, y si no los hace santos, no habrá hecho nada por ustedes. Este, en especial, es el significado de la ordenanza del bautismo, para la cual la pila está ahora abierta ante ustedes. Uno de los significados del bautismo del creyente es que a partir de ahora ustedes son sepultados con Cristo: muertos a sus viejos pecados, y resucitados con Cristo para que anden en vida nueva. ¡Qué farsa sería si ustedes vivieran todavía en pecado! Yo daría gracias a Dios por no bautizar a ninguno de ustedes, si los viera vivos para el pecado, como solían ser.

Si ustedes y yo somos impíos, apuñalamos a la religión en sus partes vitales, y asesinamos nuestra profesión de fe. Si decidiéramos en nuestras mentes que toleraremos cualquier pecado dentro de nosotros, en esa misma medida negaríamos a Cristo el trabajo de Su alma. Nada contrista más al Espíritu de Dios que la impiedad; y nada agrada más a Cristo que ver que Sus discípulos caminan tras Sus huellas.

Yo quisiera poder ser capaz de hablar más instructivamente sobre un tema como éste; pero me hablo a mí mismo y siento el efecto de la verdad conforme la expreso. Yo pido que pueda hablar a todos los aquí presentes con resultados prácticos. No dudo que me estoy dirigiendo a muchos queridos hermanos que están mucho más avanzados que yo, y a ellos les digo: «prosigan, queridos amigos, de fuerza en fuerza; y que el Señor les ayude a hollar a todos los poderes de las tinieblas, y salir airosos muy pronto.»

Pero también les hablo a otros que van más retrasados que yo; y lamento que así sea, pues yo estoy muy lejos de haber llegado, aunque prosigo a la meta con todo mi corazón. Si ustedes son hijos vivientes del Dios viviente, aférrense a aquella promesa: «Poco a poco los echaré de delante de ti.» Si no pueden conquistar a todos los heveos, y jebuseos hoy, al menos derriben a uno, y luego a otro. Que la poderosa gracia de Dios, sin la cual no pueden hacer nada, les ayude a mantener la espada fuera de la vaina, apuntando al centro del corazón del pecado con la mayor fuerza que posean, hasta que el último pecado caiga muerto a los pies de Cristo, y ustedes sean perfectamente felices porque Él los ha vuelto perfectamente santos.

No hay miedo de permanecer todavía sobre esta tierra mancillada por el pecado, si han alcanzado una vez el punto de perfección. Este es un pobre mundo para las personas completamente santificadas. Dios no deja a su grano maduro en los cultivos por mucho tiempo: se lleva las gavillas a casa, a Su granero, cuando ya están listas. Nosotros pronto estaremos con Él, donde Él está, cuando seamos hechos semejantes a Él. ¡El Señor nos conceda esto, por medio de Jesús! Amén.

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Efesios 6: 10-24.

Nota del traductor: En esta ocasión, varios soldados de Woolwich fueron bautizados en el Tabernáculo Metropolitano.

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