Hermanos en Cristo Jesús, debemos tener algo muy claro en nuestro corazón: cada uno de nosotros ha sido llamado con un propósito divino. Como hijos del Señor, tenemos una misión por delante, una tarea que no puede ser ignorada ni pospuesta. Esa misión consiste en sembrar y regar la semilla del Evangelio, la palabra viva y poderosa de Dios, para que aquellos que aún no conocen al Señor puedan acercarse, oír Su voz y recibir la salvación. No se trata solo de hablar, sino de reflejar a Cristo con nuestras acciones, con nuestro testimonio y con el amor que mostremos a los demás. Cada palabra, cada gesto de bondad, cada consejo basado en la Biblia es una semilla que puede transformar vidas para la gloria de Dios.
Predicar la palabra del Señor no es una opción, es un mandato. Jesús, antes de ascender al cielo, nos encomendó ir y hacer discípulos en todas las naciones. Esa comisión sigue vigente hoy y es responsabilidad de cada creyente. Sin embargo, debemos recordar algo fundamental: nuestra función es sembrar, pero no podemos forzar el crecimiento. Si ya plantamos la semilla en el corazón de alguien, debemos tener fe y paciencia para dejar que sea Dios quien haga el resto. Él es el único que puede hacer germinar esa palabra, tocar lo profundo del alma y producir frutos de arrepentimiento y vida eterna. Nuestro deber es obedecer y confiar, no apresurar el proceso.
El apóstol Pablo entendió esto perfectamente y quiso dejarlo claro a los creyentes de Corinto, quienes estaban divididos por el orgullo y las comparaciones. Él escribió las siguientes palabras llenas de sabiduría y humildad:
Servir en la obra del Señor debe ser siempre un motivo de alegría y gratitud. No hay labor más grande ni más noble que compartir la palabra de vida. Sin embargo, debemos hacerlo con el corazón limpio, sin buscar reconocimiento humano. Si un alma es tocada por lo que hacemos o decimos, alabemos al Señor, porque Él fue quien obró a través de nosotros. Nuestro papel es obedecer y perseverar, sabiendo que toda semilla sembrada en el nombre de Cristo dará fruto a su debido tiempo. No importa si somos quienes plantan o quienes riegan, todos formamos parte del mismo propósito: la expansión del Reino de Dios.
Por eso, hermanos amados, dejemos que Dios participe en aquello que solo Él puede hacer. Confiemos en Su poder, porque Él es quien da crecimiento a la obra, quien fortalece la fe del débil y quien levanta al caído. Sigamos trabajando con humildad, sabiendo que cada acción guiada por el amor del Señor tiene un valor eterno. No nos cansemos de sembrar, porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos. Recordemos siempre que nuestra misión no termina hasta que el último corazón haya escuchado el mensaje de salvación. Que Dios sea glorificado en todo lo que hagamos, y que Su palabra siga creciendo y dando fruto en cada vida. Amén.