Hermanos, es bueno recordar que nuestro Dios es nuestro ayudador, nuestro sustento y nuestra provisión. Todo lo que tenemos y poseemos proviene de Su mano generosa. Cada bendición, cada logro, cada oportunidad, es un regalo de Su misericordia. Por eso debemos vivir con un corazón agradecido, sabiendo que nada nos pertenece realmente, sino que todo le pertenece a Él. El creyente debe aprender a disfrutar de las bendiciones sin dejar que el amor a las cosas materiales ocupe el lugar que solo le pertenece a Dios. La avaricia es una trampa peligrosa que roba la paz del alma y aparta el corazón de la verdadera fuente de satisfacción: el Señor.
La Palabra de Dios nos enseña que debemos cuidarnos de la avaricia, porque esta es raíz de muchos males. El deseo desmedido de poseer más puede llevarnos a la ruina espiritual, a la división familiar y al alejamiento del propósito divino. Por eso debemos mantener nuestros corazones protegidos y constantemente rendidos ante Dios. La mejor forma de cuidarnos de la avaricia es orando sin cesar, pidiéndole al Señor que limpie nuestras intenciones y nos dé un espíritu generoso y contento con lo que tenemos. Cuando el corazón está lleno de gratitud, no hay espacio para la codicia. La verdadera riqueza está en tener a Cristo y vivir conforme a Su voluntad.
Jesús, conociendo la naturaleza humana, advirtió con claridad sobre este peligro espiritual. En el Evangelio de Lucas encontramos un consejo que sigue siendo tan vigente hoy como hace dos mil años:
Muchos, lamentablemente, solo aprenden esta lección después de haber perdido lo más valioso. Al obtener lo que tanto anhelaban —una herencia, una propiedad o una fortuna— descubren que el precio fue demasiado alto: la pérdida de la paz, de la familia o incluso de su comunión con Dios. Entonces recuerdan las palabras de Jesús: “La vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee.” El valor de una persona no se mide por lo que acumula, sino por su carácter, por su relación con Dios y por las obras de amor que deja en el mundo. La riqueza material es pasajera; la espiritual es eterna.
El apóstol Pablo también advirtió sobre este peligro cuando escribió: “Porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe” (1 Timoteo 6:10). No es el dinero en sí el problema, sino el amor desordenado hacia él. El creyente puede prosperar, pero su corazón no debe aferrarse a la prosperidad. Dios bendice a quienes administran bien lo que reciben y comparten con los demás. La generosidad es el antídoto contra la avaricia, porque nos recuerda que todo lo que tenemos viene de Dios y debe ser usado para Su gloria y para ayudar al prójimo.
Debemos recordar, amados hermanos, que nuestra vida depende de Aquel que dio Su vida por nosotros. Jesús nos enseñó a poner nuestra confianza en las riquezas eternas del cielo, no en las pasajeras de la tierra. Si ponemos nuestros bienes como prioridad, o creemos que de ellos depende nuestra felicidad, nos alejamos del propósito divino. Somos del polvo y al polvo volveremos, pero nuestra alma pertenece a Dios. Él es nuestro proveedor y sustentador, y en Él encontramos todo lo que necesitamos. Busquemos primero el Reino de Dios y Su justicia, y todo lo demás nos será añadido (Mateo 6:33).
Hermanos, no caigamos en la trampa de la avaricia. Vivamos con un corazón desprendido, agradecido y generoso. Aprendamos a dar, a compartir, y a disfrutar de las bendiciones sin convertirlas en nuestro tesoro. Que nuestro gozo no esté en lo que tenemos, sino en Aquel que nos lo da. Si Cristo es el centro de tu vida, tendrás paz, contentamiento y verdadera prosperidad. Recuerda siempre que la vida no consiste en la abundancia de los bienes, sino en la abundancia de la presencia de Dios en el corazón. Amén.