Debemos tener bien claro que como creyentes del Señor, estamos llamados a vivir en amor, y ese amor debe reflejarse en la manera en que tratamos a los demás. Amar al prójimo no es una sugerencia, sino un mandamiento directo de Dios. El verdadero amor cristiano no hace distinciones ni coloca etiquetas. Por eso, no debemos hacer acepción de personas ni pensar que unos merecen mejor trato que otros. Ante los ojos de Dios, todos somos iguales, redimidos por la misma sangre de Cristo y llamados a vivir en humildad y justicia.
Nuestro Dios no hace acepción de personas, y Su justicia es perfecta. Cada ser humano, sin importar su origen, color de piel, estatura, nacionalidad o condición social, es valioso ante Él. Ninguna posición económica o influencia puede otorgar privilegios en el Reino de los Cielos. Cuando llegue el día en que todos comparezcamos ante el trono de Dios, cada uno dará cuentas de sus obras, y no habrá favoritismos. Lo que importará será la fidelidad del corazón y la obediencia a Su Palabra. El Señor no mira la apariencia externa, sino el interior del hombre. Así como está escrito: “Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hechos 10:34-35).
Como hijos de Dios, debemos reflejar ese mismo carácter de amor y equidad. Nuestro testimonio debe ser un ejemplo vivo aquí en la Tierra. Si decimos que seguimos a Cristo, debemos aprender a ver a los demás como Él los ve: con misericordia y compasión. Tratar a todos con respeto y dignidad, sin importar su apariencia o condición, es una forma práctica de predicar el Evangelio. Santiago, en su carta, nos enseña de manera muy clara sobre este tema:
1 Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas.
2 Porque si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y con ropa espléndida, y también entra un pobre con vestido andrajoso,
3 y miráis con agrado al que trae la ropa espléndida y le decís: Siéntate tú aquí en buen lugar; y decís al pobre: Estate tú allí en pie, o siéntate aquí bajo mi estrado;
4 ¿no hacéis distinciones entre vosotros mismos, y venís a ser jueces con malos pensamientos?
Santiago 2:1-4
Este pasaje nos confronta con una realidad que, lamentablemente, aún se vive en muchas congregaciones. A veces, el ser humano tiende a valorar más lo externo que lo espiritual. Se honra al que aparenta tener éxito o poder, mientras se menosprecia al humilde. Sin embargo, la Palabra de Dios nos llama a actuar con un corazón puro, libre de prejuicios y de favoritismos. Cristo mismo se acercaba a los pobres, a los enfermos y a los marginados, mostrando con su ejemplo que el amor de Dios no tiene límites. El que verdaderamente ha sido transformado por el Evangelio no puede seguir actuando con parcialidad, porque sabe que todos, ricos o pobres, somos igualmente necesitados de la gracia divina.
Lo que Santiago denuncia sigue siendo visible hoy: dentro de muchas iglesias, se ofrecen lugares de honor a los líderes o visitantes distinguidos, mientras los demás deben conformarse con lo que queda. Se da preferencia al que tiene recursos o influencia, mientras el necesitado pasa desapercibido. Pero, amados, esto no debe ser así entre el pueblo de Dios. En el Reino de los cielos, el mayor es el que sirve, no el que se exalta. Jesús enseñó: “El que quiera ser el primero, será el servidor de todos” (Marcos 9:35). Dios se agrada del corazón humilde, y rechaza toda forma de soberbia o discriminación.
Amemos, pues, a nuestro prójimo con amor sincero. Tratar a todos con bondad, respeto y compasión es una manifestación visible del amor de Cristo en nosotros. No miremos las apariencias ni las diferencias externas, sino el valor que cada persona tiene ante Dios. Recordemos que el mismo Salvador murió tanto por el rico como por el pobre, por el sabio y por el ignorante, por el fuerte y por el débil. Cuando aprendemos a ver a los demás con los ojos del Señor, desaparecen los prejuicios y florece la verdadera fraternidad cristiana.
Cada acto de justicia y amor que realizamos sin hacer distinciones es un tesoro acumulado en los cielos. Si tratamos a todos con la misma amabilidad, si abrazamos con sinceridad al que sufre y no despreciamos al que nada tiene, estamos reflejando el corazón de Cristo. La verdadera fe no solo se proclama con palabras, sino que se demuestra en la manera en que tratamos a los demás. Que nuestras iglesias sean lugares donde todos, sin excepción, se sientan amados, aceptados y valorados. Así daremos testimonio del Reino de Dios y honraremos al Señor que nos amó a todos por igual.
Hermanos, amemos al prójimo como a nosotros mismos. Demos a todos un trato digno y lleno de bondad, sin importar el estatus ni las apariencias. Si hacemos esto, estaremos obedeciendo el mandamiento del amor y acumulando tesoros en el cielo, donde nuestra recompensa será eterna. Que el Espíritu Santo nos ayude a vivir con un corazón justo, libre de acepción, y a mirar a todos con los ojos de Cristo, nuestro Señor y Salvador. Amén.