Cuando hablamos de las bendiciones de Dios, debemos comprender que no son simples regalos materiales ni momentos pasajeros de alegría, sino expresiones de su amor eterno y de su fidelidad para con nosotros. A veces pedimos al Señor derramar sus ricas bendiciones sobre nuestras vidas y sobre nuestros familiares, pero muchas veces olvidamos esperar en Su perfecta y divina voluntad. Pedimos, sí, pero queremos respuestas rápidas, inmediatas, sin detenernos a reflexionar que los tiempos de Dios no son como los nuestros. Es importante recordar que todo lo que Él da es bueno, perfecto y permanece para siempre.
Las bendiciones de Dios son eternas, no se marchitan como las cosas del mundo. Estas bendiciones no solo nos enriquecen materialmente, sino que nos fortalecen espiritualmente, nos llenan de paz, gozo y propósito. Es a través de ellas que aprendemos a depender más de nuestro Creador y a confiar en que, aunque el proceso tarde, la respuesta de Dios siempre será lo mejor para nosotros. Por eso no debemos desesperarnos; aunque parezca que Dios tarda, Él nunca llega tarde, porque sabe lo que necesitamos y cuándo lo necesitamos.
Cada día tenemos razones para dar gracias por sus bendiciones, por lo que hemos recibido y también por lo que aún no vemos. La Biblia está llena de ejemplos de hombres y mujeres que creyeron en Dios y recibieron grandes bendiciones. No porque fueran perfectos, sino porque creyeron en sus promesas y supieron esperar en su fidelidad.
Uno de esos ejemplos es el rey David. Cuando era un joven pastor de ovejas, nunca imaginó que llegaría a ser rey de Israel. Sin embargo, Dios conocía su corazón, lo había escogido desde antes, y en el momento oportuno cumplió su promesa. David entendió que todo lo que tenía, desde sus victorias en la batalla hasta el trono en el que se sentaba, provenía únicamente de Dios. Su vida es un recordatorio de que las bendiciones del Señor superan nuestras expectativas.
El pueblo de Israel también fue testigo de bendiciones extraordinarias. Ellos vieron la mano de Dios abriendo el Mar Rojo para que pasaran en seco, recibieron maná del cielo en el desierto, agua de la roca y la nube de la presencia divina que los guiaba de día y de noche. Cada milagro era una muestra del cuidado y fidelidad de Dios. Sin embargo, también aprendemos de ellos que la gratitud debe ser constante, porque muchas veces olvidaron lo que habían recibido y se quejaron. Nosotros debemos evitar ese error y vivir en gratitud continua.
Abraham, llamado el padre de la fe, también nos enseña lo que significa recibir una bendición prometida. Aunque parecía imposible, pues la promesa de un hijo llegó cuando ya era anciano, Dios cumplió fielmente lo que había dicho. Su ejemplo nos enseña que las bendiciones de Dios no dependen de nuestras fuerzas, sino de la fidelidad de Aquel que ha prometido.
Por eso debemos dar gracias en todo, no solo cuando vemos la respuesta inmediata a nuestras oraciones, sino también en los procesos de espera. Debemos alabar a Dios por lo que ha hecho, por lo que está haciendo y por lo que hará. La gratitud no debe depender de las circunstancias, sino de quién es Dios: bueno, poderoso, eterno y fiel.
16 Estad siempre gozosos.
17 Orad sin cesar.
18 Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús.
1 Tesalonicenses 5:16-18
Conclusión: Las bendiciones de Dios son más grandes de lo que podemos imaginar, y aunque a veces no llegan en el momento que esperamos, siempre llegan en el momento correcto. Vivamos agradecidos, orando sin cesar, confiando en que Su voluntad es perfecta. Así como David, el pueblo de Israel y Abraham vieron el cumplimiento de las promesas divinas, también nosotros veremos la mano de Dios obrar en nuestras vidas si permanecemos firmes en la fe. No olvidemos que la mayor bendición que hemos recibido es la salvación en Cristo Jesús. Esa es la razón más grande para dar gracias y para reconocer que, en todo tiempo, Dios es bueno.