Un sacrificio con amor para Dios

Al momento de hacer algo para la gloria de Dios, debemos hacerlo bien y con amor, siendo agradecidos sin pensar en si recibiremos algo a cambio. El asunto es que todo lo que hagamos sea con amor y sacrificio, con un corazón dispuesto. Dios no mira tanto la cantidad de lo que damos o hacemos, sino la calidad y la intención con la que lo hacemos. Por eso debemos servirle con excelencia, como si todo fuera presentado directamente delante de su trono de gloria.

Nuestro Señor Jesús merece lo mejor de nosotros, no debemos darle lo peor, ni lo que nos sobra, debemos darle excelencia en todo, porque es de esta manera que Dios recibe nuestro sacrificio. En Malaquías 1:8 Dios reprochó a su pueblo por ofrecer lo que era cojo o enfermo, mostrando que Él no se agrada de lo que se da sin respeto ni amor. Del mismo modo, cuando le ofrecemos lo mejor, demostramos cuánto valoramos su grandeza y cuánto lo amamos realmente.

4 Cantad a Dios, cantad salmos a su nombre;
Exaltad al que cabalga sobre los cielos.
JAH es su nombre; alegraos delante de él.

5 Padre de huérfanos y defensor de viudas
Es Dios en su santa morada.

Salmos 68:4-5

¿Por qué no alabar su nombre y bendecirlo por todo lo que Él hace por nosotros, por su bondad y misericordia que día tras día nos sostienen? Cada respiración, cada amanecer, cada oportunidad de vivir es motivo suficiente para levantar nuestras voces en gratitud. La alabanza sincera no necesita un escenario ni un coro; basta un corazón agradecido que reconoce la fidelidad de Dios en los detalles más sencillos de la vida.

Hay motivos infinitos para ser agradecidos, para dar lo mejor al Señor, aquel que nos amó desde antes de la creación del mundo. Todo lo que somos hoy es por Él, por su santa misericordia. Como dice Santiago 1:17, “toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces”. Si todo proviene de Él, entonces todo debe volver a Él en forma de gratitud, obediencia y alabanza.

Sirvamos a Dios de corazón, dando alabanzas de verdad, cantando salmos a su nombre, anunciando su poder y su majestad por toda la eternidad. El servicio que agrada a Dios no es aquel que se hace por obligación o costumbre, sino el que nace de un corazón que ha sido transformado por su gracia. Cuando servimos con amor, cada acción cotidiana se convierte en adoración: desde ayudar a alguien necesitado, hasta levantar una oración en silencio, todo puede ser un acto de honra a Dios.

No hay nadie como Él; solo Él es digno de ser enaltecido, de ser exaltado sobre todo. Solo su nombre es grande, fuerte y poderoso. El profeta Isaías dijo: “Yo soy Jehová, y ninguno más hay; no hay Dios fuera de mí” (Isaías 45:5). Esa declaración nos recuerda que nuestra adoración debe ser exclusiva. No podemos dividir nuestro amor entre Dios y el mundo, entre Dios y nuestras ambiciones. Él merece lo primero, lo mejor y lo más puro de nuestra vida.

Por eso debemos rendirnos así como muchos en la antigüedad, que fueron obedientes y cumplieron con amor su llamado. Pensemos en Abraham, que estuvo dispuesto a ofrecer a Isaac, su hijo amado, mostrando que Dios era lo primero en su vida. Pensemos en David, quien danzaba con todas sus fuerzas delante del arca sin importarle la opinión de los demás, porque sabía que su adoración era para el Rey de reyes. Estos ejemplos nos inspiran a vivir una fe que da lo mejor sin reservas.

Dale lo mejor de ti a Dios, adórale en espíritu y en verdad, para que cuando cantes a Él, esa adoración sea de calidad. Jesús enseñó que el Padre busca adoradores que le adoren en espíritu y en verdad (Juan 4:23-24). Eso significa autenticidad, sinceridad y entrega total. No se trata de melodías perfectas, sino de corazones rendidos que reconocen la grandeza de Dios y se postran ante Él con humildad.

Si Dios nos da lo mejor, aun cuando estemos pidiendo desesperados y en angustia, Él nos responde. ¿Por qué entonces no hacerlo con Él, siendo gratos y postrándonos delante de su presencia? Reconozcamos que Él es Dios magnífico, que no retiene su bondad, sino que la derrama abundantemente sobre sus hijos. Que cada día de nuestra vida sea una oportunidad para dar lo mejor de nosotros al Señor, porque Él dio lo mejor: a su Hijo unigénito para salvarnos y darnos vida eterna.

En conclusión, recuerda siempre que lo que ofrecemos a Dios debe ser de excelencia. Si en lo terrenal buscamos dar lo mejor a quienes amamos, cuánto más debemos dar lo mejor al Creador del universo. Que todo lo que hagamos, ya sea en palabra o en obra, sea hecho en el nombre del Señor Jesús, con gratitud en el corazón y con excelencia en nuestras manos. Esa es la adoración que agrada a Dios y transforma nuestra vida en un sacrificio vivo para su gloria.

En el Señor encuentras paz y restauración
Dios es restauración y amparo en tus dificultades