Es bueno que todo lo que hagamos sea para gloria y honra de Dios, no nos gloriemos en lo que hagamos, sino demos gracias a Dios por permitirnos vivir y ver el día a día. Y esto es porque sabemos que muchas personas se acuestan, pero no se levantan porque les ha llegado su momento de partir de esta tierra.
La vida es un regalo divino que muchas veces damos por sentado. Al abrir nuestros ojos cada mañana tenemos la oportunidad de reconocer la fidelidad del Señor y recordar que no vivimos por nuestras propias fuerzas, sino por su misericordia renovada día tras día. Esta perspectiva nos invita a vivir con gratitud y a no pensar que nuestros logros son únicamente resultado de nuestro esfuerzo personal, sino de la gracia que Dios derrama sobre nosotros.
Podemos decir que muchas personas buscan hacer su propio bien haciendo cosas que no son del agrado del Señor, y con esto hacen que otros se sientan mal, por su forma de actuar y sin pensar las consecuencias que le podría traer a sus vidas.
Cuando vivimos centrados solo en nosotros mismos, olvidamos que nuestras acciones repercuten en quienes nos rodean. La Palabra nos enseña que no podemos medir el éxito únicamente por lo material o lo inmediato, sino por aquello que edifica, que bendice y que glorifica a Dios. Las decisiones que tomamos cada día deben reflejar la luz de Cristo, porque de lo contrario, corremos el riesgo de arrastrar a otros al tropiezo en vez de inspirarlos hacia el bien.
Todo me es lícito, pero no todo conviene; todo me es lícito, pero no todo edifica.
1 Corintios 10:23
Como dice la primera carta del apóstol Pablo a los corintios en su capítulo 10, hablando Pablo sobre las cosas que hacemos, que nos parecen bien y que vemos como satisfacen nuestros cuerpos, pero que no son agradables ante los ojos de Dios.
Este versículo nos recuerda que aunque muchas cosas estén dentro de nuestras posibilidades, no todo lo que está a nuestro alcance es beneficioso. En un mundo donde la libertad se confunde con libertinaje, el cristiano debe discernir qué le conviene de acuerdo con la voluntad de Dios. La verdadera libertad no está en hacer todo lo que deseamos, sino en escoger aquello que agrada al Señor y fortalece nuestro espíritu.
Todo lo que vayamos hacer es bueno pedirle dirección a Dios, porque Él sí sabe lo que nos conviene, Él sabe lo que nos va a hacer daño y lo que no nos va hacer daño. Dios conoce todas las cosas.
Cuando pedimos dirección al Señor, reconocemos que nuestra sabiduría es limitada y que necesitamos la guía de Aquel que ve más allá de lo visible. Cuántas veces hemos tomado decisiones impulsivas que luego nos llevan a caminos de dolor, y cuántas veces Dios nos ha librado de cosas que no entendimos en el momento, pero que con el tiempo reconocimos como su cuidado amoroso.
Las cosas que hacemos, que no edifican, sino que dañan nuestro espíritu, nos hacen que nos gloriemos y que pongamos a Dios como en lo último de nuestros planes, pero no es bueno que olvidemos que Dios es quien sabe lo que es bueno o malo para nuestras vidas.
El peligro de olvidar a Dios en nuestros planes es caer en la autosuficiencia, creyendo que lo que poseemos o logramos es únicamente mérito nuestro. Esta actitud no solo nos aleja de la dependencia del Señor, sino que nos hace vulnerables a decisiones que terminan destruyendo en lugar de edificar. La verdadera seguridad está en que Dios sea el centro de nuestras prioridades.
Ninguno busque su propio bien, sino el del otro.
1 Corintios 10:24
Cuando le pedimos a Dios por algo y no nos la da, es porque Él sabe que no nos conviene, a veces atacamos a Dios. Diciéndole, «Señor por qué no me das lo que te pido.» Pero es bueno que comprendas, que Dios no quiere lo malo para sus hijos, sino que su hijo pueda disfrutar lo bueno que el Padre le dará a su tiempo. No desesperemos, pidamos en el nombre del Señor, seamos pacientes, y demos gracias a Dios por todo.
La paciencia es una virtud que el cristiano debe cultivar con diligencia. Los tiempos de Dios son perfectos, y aunque muchas veces queremos soluciones inmediatas, el Señor prepara respuestas que no solo nos bendicen a nosotros, sino también a quienes nos rodean. Al aprender a esperar en Él, fortalecemos nuestra fe y reconocemos que la verdadera satisfacción no está en lo que poseemos, sino en la comunión con Aquel que nunca falla.
Conclusión: Todo lo que hagamos debe ser para la gloria de Dios. Cuando vivimos con gratitud, buscamos lo que edifica, pedimos su dirección y nos mantenemos pacientes en la espera de sus respuestas, entonces nuestra vida se convierte en un testimonio vivo de su amor. Recordemos que no se trata de buscar nuestro propio bien, sino de glorificar al Señor y bendecir a los demás con nuestras acciones. Solo así encontraremos la verdadera plenitud en Cristo Jesús.