No te enojes contra tu hermano

Cuando nos enojamos contra un hermano, es posible que lleguemos a ofenderlo. El enojo mal administrado puede convertirse en un arma que hiere corazones, rompe amistades y enfría el amor fraternal. En el caso de que un hermano nos ofenda, ¿qué debemos hacer? La Biblia nos enseña a llamarle con un espíritu de humildad y mansedumbre, procurando siempre la paz y el perdón. El enojo no es en sí mismo pecado, pero si lo dejamos crecer sin control puede llevarnos a pecar contra Dios y contra nuestro prójimo. Por eso Jesús mismo, en el sermón del monte, habló claramente sobre este tema tan delicado.

Oísteis que fue dicho a los antiguos:
No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio.
Mateo 5:21

Para introducir el tema del enojo, Jesús menciona que en la antigüedad se enseñaba que el homicidio era una causa directa de juicio. Pero Él, llevando la enseñanza más allá de lo literal, mostró que la raíz del homicidio comienza en el corazón. El odio, el rencor y la ira contra nuestro hermano son semillas que pueden crecer hasta producir muerte, y por eso mismo ya nos hacen culpables delante de Dios. Jesús profundiza en el mandamiento y nos muestra que el pecado no solo está en la acción, sino también en la intención del corazón.

Por eso, no actuemos como los impíos, que buscan la forma de ofender, de humillar y de herir a sus semejantes. El mundo nos enseña a responder con venganza, a devolver mal por mal, pero Cristo nos enseña lo contrario: responder con amor, paciencia y perdón. No se trata de negar que nos ofenden o que sentimos dolor, sino de decidir en nuestro corazón que no vamos a responder con la misma moneda. Allí está la verdadera victoria del cristiano: vencer el mal con el bien.

El apóstol Pablo también nos recuerda que el enojo debe ser dominado y puesto bajo control. En Efesios 4:26 dice: “Airaos, pero no pequéis; no se ponga el sol sobre vuestro enojo”. Es decir, podemos sentir molestia, pero no debemos dejar que ese enojo se convierta en resentimiento ni en odio. El enojo no resuelto abre puertas al diablo y trae división entre los hermanos. Por eso debemos aprender a reconciliarnos lo más pronto posible.

Si vemos que de nuestros hermanos salen palabras que no son agradables delante de Dios, busquemos la manera de corregirles en amor, con humildad, nunca con soberbia ni con un espíritu de juicio. Recordemos que Jesús nos llama a ser pacificadores: “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). El pacificador no es aquel que evade los conflictos, sino aquel que los enfrenta con mansedumbre y busca restaurar la comunión.

Hermanos, la vida cristiana está llena de desafíos en nuestras relaciones interpersonales. El enojo y los malos entendidos son inevitables, pero lo que sí podemos evitar es permitir que esos sentimientos nos dominen y nos separen de la voluntad de Dios. Recordemos siempre que el amor cubre multitud de pecados (1 Pedro 4:8) y que la marca distintiva del cristiano verdadero es el amor hacia sus hermanos.

Que el Señor nos ayude a cuidar nuestras palabras y a controlar nuestro enojo. Que, en lugar de ofender, aprendamos a edificar. Que en lugar de herir, aprendamos a sanar. Y que en todo momento, reflejemos el carácter de Cristo en nuestras relaciones, amándonos los unos a los otros con un amor sincero y humilde.

No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos
Permaneced en la doctrina de Cristo